Cuando empecé como maestrso dedicaba un día de la semana, habitualmente los viernes, a desarrollar la mitad de la clase fuera del colegio. A unos 200 metros había un trocito de sierra, había que subir una pendiente, pero lo hacíamos con verdadera ilusión. Se rompía el esquema de la clase, ya que nos rodeaban pinos y no paredes, había sonidos de pájaros y en lugar de baldosas teníamos bajos nuestros pies hierba. La naturaleza es un universo de sensaciones que siempre estaba relacionado con el tema de la semana y nos rodeaba como si fuera un gran mural capaz de ofrecernos ideas y especialmene hacernos ver las cosas de otra forma. Lo que más recuerdo de aquellas miniexcursiones es cómo se activaba la creatividad y la motivación de los alumnos. Reíamos mucho, bromeábamos y trabajábamos el currículum de una manera informal que nos hacía sentir diferentes.
Años después, en otra escuela, hacíamos excursiones a una era cercana (para quien no lo sepa, una era es un terreno, casi siempre en forma circular, de tierra firme y a veces empedrada). En una de esas eras que ya casi no existen, dedicadas a trillar cereales y aventarlos para obtener el grano, nos sentábamos en círculo y aprovechábamos para hacer una puesta en común de los principales contenidos de la semana y para que algún alumno impartiera una breve charla a sus compañeros sobre una temática que dominara. Después se hacía un debate. Otras veces hacíamos lecturas colectivas. Otras, simplemente dialogábamos de forma libre y espontánea, pero de forma ordenada y reflexiva.
La excursión que más posibilidades me ha ofrecido siempre es la temática, la que nos lleva a algún lugar peculiar y tiene la capacidad de actividar el conocimiento, tanto el propio y como el ajeno. Cuando era tutor en Infantil y en los primeros niveles de Primaria (antigua EGB), organizaba excursiones de una mañana a lugares de la localidad: panadería, almazara, biblioteca, carpintería, plaza de abastos, carnicería, etc. Siempre he concebido la escuela como un lugar vivo, cercano a la vida y basado en ella. Los libros, los vídeos o internet en la actualidad son meras simulaciones, más o menos potentes, pero al fin y al cabo suponen una realidad artificial. La escuela precisa situar su actividad en el escenario mismo de la vida. Por eso hacíamos girar todos los contenidos de la programación didáctica quincenal en torno a la excursión y los niños vivían con intensidad esos días previos a la misma, porque indagaban en lo que iban a vivir antes de vivirlo. Les servían para ello los libros, pero especialmente las fuentes verbales de familiares, amigos y conocidos. Una vez allí todo eran caras de asombro y luego cuando el panadero les decía que le hicieran preguntas todos levantaban la mano y se ponían nerviosos por saber más del tema. Y aquí es cuando yo intervenía para hacer la conexión con los diferentes contenidos curriculares, construía y reconstruía un proyecto sobre cuántas personas, cuántos ingredientes, cuántas horas, etc. había detrás del pan que cada mañana compraban los padres de los niños. O de una magdalena. O de algún dulce local, lo que daba pie a ampliar el vocabulario.
También viajaba con mis alumnos a algún lugar varias veces al año: centro de reciclado, sierra de Córdoba, fábrica de galletas, etc. En todas ellas había un antes, un durante y un después. Recuerdo que me inventé el “Cuaderno del observador”, una libreta pequeña de alambrillo que llevaba cada niño para anotar aquello que observaba y era digno de contar o de estudiar mejor. Uno de estos viajes que más me gustaba era la visita al Zoológico de Córdoba. Hacíamos todo tipo de actividades y proyectos sobre lo que era un zoo, las personas que trabajaban allí, el anímal que más les gustaba, los tipos de animales, lo que podía valer traer un animal desde su país de origen, lo que podía cost
ar el mantenimiento diario de algunos animales, etc. etc. Trabajábamos muy bien el tema de la cautividad, del cuidado de los animales, de lo que suponía tenerlos encerrados en un hábitat hostil, etc. El tema daba para mucho, porque después del viaje, el zoo era un referente cada vez que hablábamos de los animales. Antes del partir lo preparábamos todo, cada uno en función de lo que más le interesaba hacía indagaciones, en grupo se preparaban temáticas concretas para luego verlas en el zoo. Por ejemplo, se estudiaba la vida del chimpancé y allí junto a su jaula los miembros del equipo contaban cosas sobre él que hacía más animada la visita. Al regreso del viaje se elaboraba un Libro de Vida con toda la experiencia vivida. Se escribían textos libres, se hacían dibujos para ilustrarlos y se confeccionaba un vocabulario. Luego con la ayuda de la imprenta de tipos de plomo y con la multicopista de alcohol manual toda la clase preparaba el material que serviría para trabajar a lo largo de los días siguientes. La clase se llenaba de actividad. Eran jornadas en las que se contaban anécdotas personales, sensaciones vividas, emociones, etc.
La escuela prepara para la vida y al entrar en su escenario, la educación adquiere su dimensión natural. Bajo mi punto de vista esta es una máxima que no se debería de olvidar en este mundo en el que las tecnologías se están imponiendo en todo y, en gran medida, nos están distanciando de la realidad.