El dicho “zapatero a tus zapatos” cobra cada día más valor en esta sociedad moderna marcada por los medios de comunicación en los que todo el mundo sabe de todo. Basta con tener verborrea, reflejos, capacidad para convencer y una opinión hecha sobre todas las cosas posibles. Se encuentran así tertulias de política, de la vida de los demás y programas de televisión que critican a los que critican a aquellos que critican. Ah, y como la tomen con alguien, que se prepare.
En este cóctel de mundo al revés enmarco las palabras de Pérez Reverte, escritor, que antes fuera reportero de televisión y ahora hace, entre otras cosas, una columna en El Semanal. Ya había leído algunas tonterías suyas, incluso presentaciones en powerpoint sobre su pensamiento político, pero ninguna del atrevimiento necio como la titulada “Subvenciones, maestros y psicopedagogilipollas”. Lo más doloroso es lo último, porque quitando lo de gilipollas (palabra que pertenece a la jerga íntima de este escritor), seguro que muestra una ignorancia supina de lo que encierra la psicopedagogía.
En su análisis de la educación apuesta claramente por la enseñanza del pasado, aquella seudoeducación medieval destinada sólo a los hijos de los ricos, la que seguía una máxima cartesiana y erudita alejada de la más mínima dosis de pedagogía y repleta de autoritarismo, la de la “la letra con sangre entra”, la de repetir hasta memorizar, la de un profesorado con mucha preparación fundamental pero sin un atisbo de formación didáctica.
El escritor en cuestión la toma con la Junta de Andalucía y con hechos aislados como la de aquellos (los desconozco) que sostienen que leer en clase no es bueno para el niño. Llegar a la generalización como la que hace este señor, es además de injusto, demagógico. Si él tuvo algún trauma infantil con algún maestro, o tiene confusiones epistemológicas de lo que es un psicólogo, un psicopedagogo, un pedagogo o un psicoterapeuta, es su problema, pero que nos deje en paz.
Todavía me queda la duda de saber qué entiende Pérez Reverte por “delincuente psicopedagógico”. Dios o quien sea nos libre de novelistas listillos y graciosillos, que además de ser ignorantes pedagógicos, son… gilipollas.
Para los que no hayáis tenido el gusto de leer el texto, ahí lo lleváis. Cuidado que la tontería puede ser contagiosa.
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Subvenciones, maestros y psicopedagilipollas
Marzo 22, 2008 Arturo Pérez Reverte
Me sigue sorprendiendo que se sorprendan. O que hagan tanto paripé, cuando en realidad no les importa en absoluto. Ni a unos, ni a otros. Y eso que todo viene seguido, como las olas y las morcillas. La última –estudio internacional sobre alumnos de Primaria, o como se llame ahora– es que el número de alumnos españoles de diez años con falta de comprensión lectora se acerca al 30 por ciento. Dicho en parla normal: uno de cada tres críos no entiende un carajo de lo que lee. Y a los 18 años, dos de cada tres. Eso significa que, más o menos en la misma proporción, los zagales terminan sus estudios sin saber leer ni escribir correctamente. Las deliciosas criaturas, o sea. El báculo de nuestra vejez.
Pero tranquilos. La Junta de Andalucía toma cartas en el asunto. Fiel a la tradicional política, tan española, de subvenciones, ayudas y compras de voto, y además le regalo a usted la Chochona, la manta Paduana y el paquete de cuchillas de afeitar para el caballero, a los maestros de allí que «se comprometan a la mejora de resultados» les van a dar siete mil euros uno encima de otro. Lo que demuestra que son ellos quienes tienen la culpa: ni la Logse , ni la falta de autoridad que esa ley les arrebató, ni la añeja estupidez analfabeta de tanto delincuente psicopedagógico y psicopedagocrático, inquilino habitual, gobierne quien gobierne, del ministerio de Educación. Los malos de la película son, como sospechábamos, los infames maestros. Así que, oigan. A motivarlos, para que espabilen. Que la pretendida mejora de resultados acabe en aprobados a mansalva para trincar como sea los euros prometidos –una tentación evidente–, no se especifica, aunque se supone. Lo importante es que las estadísticas del desastre escolar se desplacen hacia otras latitudes. Y los sindicatos, claro, apoyan la iniciativa. Consideren si no la van a apoyar: ya han conseguido que a sus liberados, que llevan años sin pisar un aula, les prometan los siete mil de forma automática, por la cara. Y más ahora que, de aquí a tres años, con los nuevos planes de la puta que nos parió, un profesor de instituto ya no tendrá que saber lengua, ni historia, ni matemáticas. Le bastará con saber cómo se enseñan lengua, historia y matemáticas. Y más si curra en España: el único país del mundo donde los profesores de griego o latín enseñan inglés.
Así, felices de habernos conocido, seguimos galopando alegremente, toctoc, tocotoc, hacia la nada absoluta. Todavía hay tontos del ciruelo –y tontas del frutal que corresponda– sosteniendo imperturbables que leer en clase en voz alta no es pedagógico. Que ni siquiera leer lo es; ya que, según tales capullos, dedicar demasiado tiempo a la lectura antes de los 14 años hace que los chicos se aíslen del grupo y descuiden las actividades comunes y el buen rollito. Y eso de ir por libre en el cole es mentar la bicha; te convierte en pasto de psicólogos, psicoterapeutas y psicoterapeutos. Cada pequeño cabrón que prefiere leer en su rincón a interactuar adecuadamente en la actividad plástico-formativo-solidaria de su entorno circunflejo, por ejemplo, torpedea que el día de mañana tengamos ciudadanos aborregados, acríticos, ejemplarmente receptivos a la demagogia barata, que es lo que se busca. Mejor un bobo votando según le llenen el pesebre, que un resabiado culto que lo mismo se cisca en tus muertos y vete tú a saber.
El otro día tomé un café con mi compadre Pepe Perona –«Café, tabaco y silencio, hoy prohibidos», gruñía–, que pese a ser catedrático de Lengua Española exige que lo llamen maestro de Gramática. Le hablé de cuando, en el cole, nos disponían alrededor del aula para leer en voz alta el Quijote y otros textos, pasando a los primeros puestos quienes mejor leían. «¿Primeros puestos? –respingó mi amigo–. Ahora, ni se te ocurra. Cualquier competencia escolar traumatiza. Es como dejar que los niños varones jueguen con pistolas y no con cocinitas o Nancys. Te convierte en xenófobo, machista, asesino en serie y cosas así». Luego me ilustró con algunas experiencias personales: una universitaria que lee siguiendo con el dedo las líneas del texto, otro que mueve los labios y la cabeza casi deletreando palabras… «El próximo curso –concluyó– voy a empezar mis clases universitarias con un dictado: Una tarde parda y fría de invierno. Punto. Los colegiales estudian. Punto. Monotonía de lluvia tras los cristales. Después, tras corregir las faltas de ortografía, mandaré escribir cien veces: Analfabeto se escribe sin hache; y luego, lectura en voz alta: En un lugar de la Mancha, etcétera». Lo miré, divertido. «¿Lo sabe tu rector?». Asintió el maestro de Gramática. «¿Y qué dice al respecto?». Sonreía mi amigo, malévolo y feliz, encantado con la idea; y pensé que así debió de sonreír Sansón entre los filisteos. «Dice que me van a crucificar.»