Por qué este verano necesitábamos desconectar más que nunca

The ConversationPara poder tomar decisiones, planificar y vivir sin estrés necesitamos activar de cuando en cuando las “neuronas de no hacer nada”, esto es, la red neuronal por defecto o red de reposo.

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Tómate un respiro, deja de pensar, y acertarás. Nuestro cerebro funciona mejor si desconectamos más allá de las horas de sueño.

No cabe duda de que nos encontramos en una situación difícil. La COVID-19 ha estado meses aumentando el grado de estrés en nuestro día a día. Y parece que va para largo. Nos cuesta mucho tomar casi cualquier decisión, cuando la tomamos dudamos si hemos acertado, observamos con recelo el comportamiento de los vecinos, las consultas con la almohada se hacen eternas. Encima, cuando por fin conseguimos dormir algo (¡qué alivio!), al despertar, la cabeza sigue dando vueltas.

Cada día salimos de casa vestidos de etiqueta respiratoria e intentamos ser responsables y solidarios, pero vivimos en la incertidumbre, estamos agotados y, a veces, nos encantaría mandarlo todo a paseo. Por eso la frase “Necesito, más que nunca, unas vacaciones” se ha repetido tanto en las últimas semanas.

El estrés daña a nuestro cerebro

Cuando nos sentimos amenazados, el cuerpo responde con una señal de alerta que activa la producción de diferentes moléculas, entre las que se encuentran la conocida adrenalina y, cómo no, el cortisol, la principal hormona del estrés. Así nos preparamos para la defensa y la huida. Cuando la amenaza desaparece, los niveles regresan a la normalidad.

Pero el ritmo de vida de este siglo XXI nos trae de cabeza –nunca mejor dicho–, y las situaciones estresantes están a la orden del día, especialmente la COVID-19. Y, con ello, la hormona del estrés campa a sus anchas y nos vuelve depresivos, aumenta la ansiedad, nos trastorna la tripa y hasta nos hace engordar. Más aún, los niveles elevados de cortisol dañan el hipocampo, la zona del cerebro relacionada con el aprendizaje y la memoria. O sea, que mejor hacemos por encontrar momentos de desconexión, con prudencia y buen quehacer, o nos van a quedar secuelas cuando podamos pasar la página de la pandemia.

El secreto está en entrenar el no pensar

Realizar tareas mentales conlleva la activación de redes complejas que implican a estructuras nerviosas muy diversas. Del mismo modo que hacemos sudokus u otros ejercicios para mantener en forma y activos los circuitos asociados a estos procesos, hemos de entrenar, con más hincapié si cabe, la “red cerebral de no hacer nada”.

Sí, han leído bien: existe una red denominada red neuronal por defecto (default mode network), o red de reposo, que podría considerarse como la red principal y más importante para el funcionamiento del cerebro. De hecho, pese a su nombre, es la que más energía consume de todas las redes cerebrales: necesita el 20% de nuestra energía diaria cuando estamos en reposo y solamente un 5% más cuando nos activamos. Y, aunque suene paradójico, este circuito es el responsable de planificar, razonar, tomar decisiones, e incluso de juzgar, y trabaja de un modo más creativo cuando estamos descansando y no cuando ponemos todo nuestro esfuerzo en resolver el problema. De modo general, el buen funcionamiento de todas las demás redes cerebrales pasa por ella y se basa en su inhibición y activación.

¿Y cómo entrenamos y mantenemos sana la “red de no hacer nada”? Pues por ejemplo, durmiendo la siesta. O dejando divagar nuestra mente para inspirarnos, así como distraídos, sin reflexión intencionada. E incluso dejando que la atención gire y yerre por nuestro interior, de un modo abstraído y relajado. Y si lo hacemos mientras paseamos, o practicando algún ejercicio físico suave, mejor que mejor. Todo ello, sin duda, contribuye a que seamos más creativos, y se ha definido como un descanso cognitivo inteligente.

Insistimos: desconecta de la tecnología

Llevamos nuestro teléfono móvil a todos lados. Nos hemos hecho muy dependientes de estos nuevos chismes, a los que llamamos inteligentes, y les prestamos demasiada atención. Que levante la mano quien nunca haya estado respondiendo mensajes durante una reunión de trabajo o, más aún, quien crea que seguía con detalle lo que se exponía cuando al mismo tiempo estaba tecleando.

Pues bien, se ha demostrado que el cerebro no está preparado para procesar varias tareas al mismo tiempo. El ser multitarea aumenta la fatiga del lóbulo frontal de nuestro órgano pensante lo cual, a su vez, nos hace menos eficientes y acaba empeorando el resultado.

Y escucha música

Es innegable que la música despierta emociones y produce placer. Podemos escuchar música de un modo activo y crítico, prestando atención y evaluando la interpretación. Pero también hemos sentido cómo la música nos lleva a un estado interno de abstracción que puede, o no, tener relación con la melodía escuchada.

En este sentido, se ha detectado que es posible trazar la red de conectividad de las estructuras nerviosas implicadas, entre las que se encuentran el sistema auditivo –obviamente–, el sistema de recompensa cerebral –que nos genera placer– y, lo más interesante, la red neuronal por defecto implicada en la mente errante y la divagación. Así que podemos “enviar de vacaciones” de vez en cuando a nuestro cerebro escuchando música, a ese bonito y creativo punto de encuentro entre el placer y la desconexión.

Como decía Anatole France: “Me gusta divagar; no hay cosa más agradable y más útil”.

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Ser borde es contrario a la evolución

Todo apunta a que el ‘Homo sapiens’ ha experimentado un proceso de autodomesticación que le convierte en un ser de lo más sociable.

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

¿Es usted amigable, fraternal, trata con cariño y le encanta hacer el amor? ¿O es una persona cuya agresividad le aleja de cualquier grupo?

Así es como se estructura la sociabilidad, en dos categorías: los comportamientos que hacen que los animales de una misma especie se atraigan, o aquellos que llevan al aislamiento de los individuos. Y, quién lo diría, todo apunta a que Homo sapiens ha evolucionado hacia la primera categoría a través de un proceso de autodomesticación, aun con lamentables excepciones que mejor ni mencionamos.

Afortunadamente, la amabilidad sobrevive. Se lo debemos a que la selección natural ha favorecido la evolución de nuestra especie como seres grupales y prosociales. Y está claro que, cuando nos comparamos con otros primates, las habilidades de cooperación y comunicación que nos caracterizan han sido –y son– claves para nuestro desarrollo cognitivo como especie. Dicho de otra manera, han sido responsables de que, hoy por hoy, pensemos, razonemos, sintamos y nos expresemos como lo hacemos.

Sufrimos el síndrome de la domesticación

Si nos comparamos con los animales domesticados y los salvajes, nos parecemos más a los primeros que a los segundos. La domesticación, tal y como normalmente la entendemos, conlleva la selección de individuos dóciles. Pero si nos fijamos con detalle, observamos que este proceso no solo afecta al comportamiento propiciando la mansedumbre sino que, además, tiene como resultado la aparición de características que también afectan al cuerpo. Entre ellas las orejas caídas, la nariz más corta, una maduración sexual temprana, la prolongación del aspecto juvenil en los adultos y un menor dimorfismo sexual (diferencia externa entre machos y hembras). Incluso la reducción del tamaño del cráneo, la mandíbula y los dientes.

Todo ello, junto a cambios en los niveles de diferentes hormonas y neurotransmisores, es lo que se denomina el síndrome de domesticación. Estas características, aunque no se detectan en todos los animales domesticados, sí que guardan una cierta relación con este proceso.

Como no podría ser de otro modo, debe existir alguna base biológica que nos explique, o al menos nos ayude a entender, la ocurrencia común de esos aspectos relacionados con la domesticación. Y así es. Se ha detectado que, durante el desarrollo del embrión de animales domesticados, disminuye la función de una estructura denominada cresta neural. Las células de la cresta neural son un tipo de células madre que, entre otras funciones, se encargan de la formación de parte del cráneo, de precursores de dientes, de ganglios nerviosos y de ciertas glándulas que, por su función, se asocian al síndrome de domesticación.

De hecho, si nos comparamos con otros homínidos más próximos a nuestra especie, como los neandertales, las diferencias son notables. Nuestro cráneo y dientes son más pequeños, la estructura craneal de un joven es similar a la de un adulto, hay un menor dimorfismo sexual, y parece que somos menos agresivos. O sea, que nos hemos domesticado.

La baja y la alta sociabilidad van en nuestros genes

Llegados a este punto, podemos considerar que el comportamiento social es una habilidad clave que nos diferencia de otras especies. Y si nos planteamos descifrar sus bases biológicas, qué mejor que hacerlo estudiando qué hay de diferente en las alteraciones y enfermedades relacionadas con la sociabilidad. Por ejemplo, los trastornos del espectro autista (TEA) y el síndrome de Williams, en los que se muestra una baja y alta sociabilidad, respectivamente.

Las personas que presentan TEA suelen manifestar comportamientos repetitivos, alteraciones en el lenguaje y les cuesta relacionarse socialmente. Aunque se han asociado al TEA alteraciones en cientos de genes, aún no se ha encontrado una causa genética común en todas estas personas. Eso sí, debe de existir una base genética, pues hasta en el 96% de los gemelos idénticos si uno de ellos sufre el trastorno, el otro también, si bien los síntomas puedan ser algo diferentes.

Entre las diferencias neurobiológicas encontradas en el TEA se han detectado alteraciones en el volumen de casi todas las zonas del cerebro, con mayor o menor tamaño según la región cerebral y la persona. También se ha descrito una disminución en el número y tamaño de las neuronas, y alteraciones de las conexiones entre ellas. Cabe destacar que en algunos pacientes se ha observado un aumento en el crecimiento acelerado del cerebro durante el primer año de vida.

Los niveles de diferentes neurotransmisores también se ven afectados en el TEA. Principalmente aquellos que producen un desequilibrio entre la excitación y la inhibición de las neuronas, siendo las principales causas la mutación de genes o los desórdenes metabólicos. Un neurotransmisor –y hormona–, que está tomando cierta relevancia en la regulación de la sociabilidad y del comportamiento agresivo en TEA y en otras alteraciones neuropsiquiátricas, es la oxitocina.

En el otro extremo de la sociabilidad nos encontramos a las personas con el síndrome de Williams. En este caso la base genética está bien establecida, ya que les falta un trocito del cromosoma 7 y se pierden unos treinta genes. Esos genes se asocian, precisamente, a la domesticación y al desarrollo de la cresta neural. Y lo más interesante: estas personas son hipersociables, sin miedo a los extraños y muy amigables, a veces demasiado. Aun considerándose un trastorno con retraso mental, quienes padecen este síndrome suelen mostrar habilidades musicales excelentes.

Puesto que, como indicábamos antes, la amabilidad sobrevive gracias a la evolución, hagamos caso a la escritora Raquel J. Palacio: “Yo siempre digo que es mejor pecar de amabilidad. Ese es el secreto. Si no sabes qué hacer, pues sé amable.”The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.