¿Por qué a los políticos les cuesta tanto ponerse de acuerdo?

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

No es fácil ver a un dirigente de un determinado partido político dar la razón a alguien de otro partido. Más aún cuando el debate es entre contrincantes que se definen como de izquierdas o de derechas. Desafortunadamente, ya nos hemos acostumbrado a escuchar cómo los mismos argumentos pueden ser defendidos o atacados por unos u otros políticos según sus intereses. Y no es que nuestros dirigentes no sean inteligentes –quizás algunos están en duda–. Lo que sí podríamos poner en duda es su capacidad de ser razonables.

José Ortega y Gasset, uno de los filósofos e intelectuales españoles más influyentes del pasado siglo, dijo: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. Aunque podamos estar de acuerdo con don José, vamos a no ser tan severos, pues quizá entonces pecaríamos de ser nosotros los poco razonables.

Se puede ser inteligente y poco razonable, o todo lo contrario

Keith Stanovich, psicólogo de la Universidad de Toronto (Canadá), ha dedicado una buena parte de su vida académica a desarrollar una prueba que permite medir la racionalidad, del mismo modo que hay cuestionarios que, a través del cociente intelectual, miden nuestra inteligencia.

Con esta prueba, denominada “Evaluación exhaustiva del pensamiento racional”, Stanovich ha demostrado que la inteligencia no está estadísticamente correlacionada con la racionalidad. En otras palabras: se puede ser muy inteligente y, a la vez, actuar de modo muy poco racional. O, al contrario, personas con bajo coeficiente intelectual pueden obrar muy razonablemente.

En una entrevista reciente, Stanovich pone como ejemplo a los antivacunas que, mediante argumentos basados en el miedo y las conspiraciones, sin duda llegan a influir en padres e incluso en profesionales de la salud, siempre con informaciones falsas, y no revisando e ignorando las fuentes científicas. Entre ellos incluso se encuentra un premio Nobel, cuya inteligencia nadie pone en duda. Eso sí, muy razonable no parece ser.

En mayor o menor medida, todos tenemos una idea aproximada lo que es ser razonable. Sin embargo, dar respuesta a la pregunta “¿qué es la razón?” no resulta nada fácil y es uno de los grandes temas de debate filosófico.

En este sentido, hoy día se admite que no hay un único tipo de racionalidad, sino que podemos hablar de una racionalidad cognitiva, como la científica, y de racionalidad práctica. En este segundo tipo de racionalidad podemos, a su vez, encontrar la racionalidad técnica y la estratégica. En definitiva, la racionalidad se presenta como un concepto plural con distintos significados según el contexto social, económico, administrativo y político.

Qué nos dice la neurociencia sobre ser, o no, razonable

Nuestras emociones juegan un papel fundamental en mantenernos fieles a lo que creemos, y nos llevan a defender y argumentar de un modo que, aparentemente, parece de lo más razonable. Sobre todo, tal y como comentamos al comienzo de este artículo, si se trata de asuntos políticos.

En un interesante estudio, un grupo de investigadores californianos demostró la existencia de un mecanismo neural que gobierna el comportamiento que nos hace ser firmes en nuestra ideología pese a constatar hechos que contradigan nuestras creencias. Se basa en la denominada red neuronal por defecto (default mode network), la red principal y más importante para el funcionamiento del cerebro, y de la que ya hablamos en otro artículo en The Conversation por su importancia para desconectar y descansar.

Los principales resultados del trabajo indicaron que, ante argumentos que retan a nuestra ideología, se activan áreas del cerebro que nos llevan, a través de la red neuronal por defecto, a nuestro mundo interior y nos desconectan de la realidad externa. Además, demostraron que las personas capaces de cambiar su forma de pensar muestran menos actividad en la amígdala y en la ínsula, estructuras cerebrales bien conocidas por su implicación en la regulación de las emociones y los sentimientos.

Es decir, las emociones juegan un papel crucial para mantenernos firmes en nuestras creencias. Además, las estructuras nerviosas relacionadas, que a su vez están implicadas en mantener la integridad y el equilibrio fisiológico de nuestro organismo, se activan para proteger nuestra vida mental y nuestra identidad, claramente apoyada en nuestra ideología.

Un poco de mates –y cine– para la cooperación

¿Quién no ha visto la película “Una mente maravillosa”, en la que el actor Russell Crowe protagoniza al matemático John F. Nash, premio Nobel en economía por el desarrollo de la Teoría de Juegos y su aplicación en la economía?

En esta teoría matemática los juegos no son de azar, sino que se refieren a situaciones y conflictos en los que hay que tomar decisiones para tratar de obtener beneficios, o salir perjudicado, según actuemos o lo hagan otras personas implicadas. Nash, entre sus grandes aportaciones en este campo, introdujo la distinción entre los juegos cooperativos, en los cuales se puede llegar a acuerdos vinculantes, y los no cooperativos, en los cuales no son posibles estos acuerdos.

Si bien es muy conocida la aplicación de la teoría de juegos en la resolución de dilemas sociales y económicos (léase el interesante artículo de Francisca Jiménez, compañera de la UJA), no lo es tanto en política. Y eso a pesar del papel que juega en las votaciones, en la formación de coaliciones, en las preferencias de grupo y, en general, en las negociaciones y en la resolución de conflictos.

La teoría de juegos, también para su aplicación en política, se basa en tres condiciones principales: racionalidad, maximización del interés e interdependencia. No obstante, y a la vista de la realidad en la que vivimos, y de muchas de las decisiones políticas que nos afectan, bien nos vendría que efectivamente se aplicasen estas mates por parte de quienes nos gobiernan.

En cuanto al asunto de lo razonable, tal y como dijo Barack Obama en su toma de posesión, “No podemos confundir absolutismo con principios, o sustituir espectáculo por política, o tratar los insultos como un debate razonable. Tenemos que actuar, sabiendo que nuestro trabajo será imperfecto”.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

La vida íntima de la poesía

[La vida íntima de la poesía. Reproducido con permiso del autor: Dr. José A. Horcajadas]

En uno de los maravillosos ensayos de Mark Strand ”Sobre nada y otros escritos” el poeta norteamericano diserta sobre “la vida secreta de la poesía” y la dibuja como un complejo organismo conmovedor con la propiedad de crear confusión y de invadir nuestros recovecos de una oscuridad diferente de la oscuridad a la que normalmente estamos habituados, la del conformismo. O al menos eso es lo que yo he alcanzado a entender.

En este escrito diseca el impacto de la poesía y estudia el mismo diferenciando claramente el efecto dependiendo del ente receptor. Están quienes aman la poesía y los que no; los que la leen y los que no; los que adoran el sentido de las palabras, los que las usan las mismas como vehículo para llegar a algún lado y los que piensan que las palabras y su conjugación son simple y complejamente el final del camino.

Que la poesía expresa cosas que no se puede decir de otra forma me parece relativamente obvio, como las lágrimas que representan un húmedo lenguaje para determinados sentimientos que, como la emoción o la tristeza, no encuentran, muchas veces, en el diccionario, una fuente de inspiración.

Que la poesía dice más de lo que dice, como afirmaba José Hierro, lo llevo sintiendo como un eco atronador en un lugar inexacto entre mi estómago y mi corazón, en las estribaciones del alma, desde pequeño, ni aún joven, cuando determinados personajes como Miguel Hernández, Benedetti o incluso Quino, el paciente padre de Mafalda, entraron en mi vida como una rambla primaveral y me inocularon la incurable y vital necesidad de viajar con las palabras a los barrios menos visitados de la literatura, barrios alejados de las residenciales vecindades del confort y la simplicidad: la poesía.

La poesía no es un arte al que visitar como se hace con la pintura o la escultura, la poesía es un éter envolvente, una atmósfera amable donde respiramos lo que necesitamos de ella, huyendo del hedor cotidiano, una burbuja, grande o pequeña, donde las obligaciones, el mundo o el odio son apenas unos flecos invisibles en proceso de extinción. Soporte vital de los interrogantes diarios, estrella fugaz de los pensamientos mundanos, atardecer o amanecer de la imaginación del ser humano y pista de aterrizaje del sentimiento más profundo.

Cuenta Mark Strand que cuando era joven su madre le recordaba que había elegido un oficio difícil para ganarse la vida, el de las Bellas Artes. Que tendría que luchar en la sombra, que tendría que esperar muchos años hasta alcanzar algún reconocimiento y que aun así, no era seguro que pudiera ganarse la vida con esto ni mantener una familia. Cuando Mark le dice a su madre que lo que más le interesa es la poesía ella le espeta entonces que jamás podrá ganarse la vida. El poeta estadounidense le aclara explicando que los placeres que es capaz de proporcionar la poesía son muy superiores a los del dinero y la estabilidad. Ella no estaba de acuerdo.

Me pregunto qué sería de la poesía si la mayoría de los poetas hubieran hecho caso a sus padres y madres y hubieran abandonado su sueño para ser abogados o médicos como la madre de Mark sugería. Qué hubiera sucedido, si hubieran sucumbido ante las dificultades, ante la incomprensión, ante la falta de aliento y hubieran abandonado la pluma en un lado del escritorio. Quiero pensar que eso es simplemente imposible, que es un sentimiento irrefrenable, y que en ese momento de decisión, uno piensa que es mejor ser un poeta famélico pero realizado que ser un rico jurista o galeno, sin que dicha afirmación añada un gramo de frustración a los profesionales de las leyes o de la Medicina. En ese sentido, el poeta y novelista inglés Oliver Goldsmith ironizaba afirmando que “ser poeta sería un buen oficio si se pudiera vivir de él” poniendo este angustioso asunto sobre la mesa. La cuestión es que, aunque no se pudiera vivir de él, ¿Cómo se puede vivir sin ser poeta alguien que lo es, si eso es lo que aman y sienten las personas que conocen la gran verdad de su sentimiento y necesitan transmitirlo? Pedro Salinas sostenía que los poetas se pueden definir como los seres que saben decir mejor que nadie donde les duele…

¡Y cuánto razón llevaba! … Y ¡Cuánto duele! ¿Cómo quedarse mudos pues? ¿Cómo aguardar en silencio? ¿Cómo dejar sin palabras el diario desequilibrio mental que acontece en las desangeladas azoteas sin baranda y en los polvorientos balcones cercanos que coronan las complicadas mentes de los poetas y las poetisas?

El poema es un sueño despierto rezaba Tomas Transtömer. Es describir algo haciendo descarrilar las fronteras de su propio significado, escribí yo un día. La poesía es la razón de ser de los que anteponen el alma a sus vidas y la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra, una doncella tierna, casta, honesta y discreta que diría Cervantes, y siempre la mejor amiga de la soledad. “La vida en sus más profundos repliegues es la fuente de toda la poesía, el sentimiento más íntimo de lo indecible”, lloraba Jean Lucien Arreat, lo indecible solo tiene un lenguaje, la poesía. Los poetas pertenecen a un reducto grupo de seres humanos que anteponen el romanticismo al éxito y bucean sin escafandra en un mar turbio que los llena a la par, de miedo y entusiasmo, ante la observación de las profundidades oceánicas.

Reprimir la vocación de un joven suele ser un acto estéril cuando el don existe. Enseñarle las dificultades del camino no hace, en la mayoría de las ocasiones, sino avivar más aun el deseo, por la consecución de un sueño que, en el caso de la poesía, nace de la lectura, de la conexión con poemas escritos hace decenas, a veces cientos de años, rindiendo homenaje al pasado, prolongando la tradición hasta el presente. Y de un espíritu sensible que percibe, con un sexto sentido, brillos imperceptibles en el ambiente que aturden el resto de los sentidos. Nace de la observación, alejada de la ciencia, de la luna, el otoño, la nieve o un banco maltrecho que naufraga en un olvidado parque. De la lentitud envenenada que nos invita a degustar cada palabra y a buscar, no ya el trasfondo inmediato, sino la tenue luz de un estadio anterior que originó el poema. Nace de conocer y querer amar la multiplicidad de los significados y su patio trasero para inventar poemas imposibles de entender.

Los poetas y las poetisas viven y sufren en público la agonía de la vida íntima de la poesía que corre por sus venas lijando, sin éxito, su exceso de sentimiento para tratar de convertirlos en seres convencionales. Quién no esté familiarizado con la poesía quizá desconozca esto. En los momentos trascendentales de nuestra existencia, la poesía, y también la música, que es poesía en movimiento, son los únicos lenguajes para interpretar los sentimientos y el ánimo. No hay margen de duda, esos momentos fundamentales de nuestra vidas, sin la poesía, se inundarían, irremediablemente de silencio y banalidad.

Dr. José A. Horcajadas

AUTORES CITADOS

Mark Strand, poeta, ensayista y traductor estadounidense (1934-2014).
José Hierro, poeta español (1922-2002).
Miguel Hernández, poeta y dramaturgo español (1910-1942).
Mario Benedetti, escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo (1920-2009).
Quino (Joaquín Salvador Lavado), humorista gráfico e historietista argentino (1932-2020).
Oliver Goldsmith, escritor y médico anglo-irlandés (1728-1774).
Pedro Salinas, escritor, poeta y ensayista (1891-1951).
Tomas Transtömer (Tomas Gösta Tranströmer), psicólogo, escritor, poeta y traductor sueco (1931-2015).
Miguel de Cervantes, novelista, poeta, dramaturgo y soldado español (1547-1616).
Jean Lucien Arreat, escritor y filósofo francés (1841-1922).

¿Es el coronavirus estacional? Depende de la interpretación de los resultados

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Durante este año de pandemia se ha escrito mucho sobre si el coronavirus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19, es estacional al igual que otros virus respiratorios. Es decir, si su capacidad de infección dependerá del clima y será mayor cada año en otoño o invierno. Pero la respuesta se hace de rogar.

La semana pasada, leía en grandes titulares que al fin se había confirmado que al coronavirus se le puede considerar estacional. “Todo está en el ‘frío’: hallan por qué el coronavirus podría convertirse en un enemigo estacional”, sentenciaba un titular. “Tal y como ocurre con la gripe, los casos se concentrarán fundamentalmente en invierno y casi desaparecerán en verano”, anunciaban muchos medios.

Se puede hacer un gran titular como éste sobre el coronavirus –o sobre cualquier otro tema– basándonos en un único resultado publicado por personas de ciencia en revistas de ciencia. Pero cuidado, porque como mínimo hay que contrastar y validar los resultados del estudio en cuestión. Y asegurarse de que se pueden reproducir, claro.

Flaco favor nos hacemos si sesgamos la interpretación de un resultado científico hacia aquello que, por un motivo u otro, nos interesa. Como puede que haya sido este caso.

Qué sabemos sobre la estacionalidad del coronavirus

Por lo que se sabe, la transmisión del coronavirus SARS-CoV-2 no sólo se ve influida por las condiciones ambientales, sino también por otros factores variopintos entre los que se encuentran los de tipo sociológico, microbiológico y fisiológico.

Sin embargo, hay estudios que obvian por completo estos factores. Y no es el único error metodológico que se repite. Como explicaba hace unos meses el experto en ciencias atmosféricas David Pino en The Conversation, con frecuencia los estudios no consideran otras variables que pueden estar influyendo en el análisis estadístico de los datos, ni tampoco el desfase temporal de los datos analizados, ni siquiera que la temperatura y la humedad son variables dependientes (lo cual influye en los resultados estadísticos). Es más, por regla general se tiende a confundir correlación con causalidad.

No estoy muy seguro de si las personas de ciencia en realidad confundimos la correlación con causalidad o si, simplemente, preferimos obviar ese hecho. Por ejemplo, creo que todo el mundo entiende que el que exista correlación entre la temperatura y la incidencia de la COVID-19 no implica que la temperatura sea la causa de que se produzca una mayor o menor incidencia de la enfermedad.

Un titular llamativo basado en una correlación débil

Hace unos días, una universidad estadounidense lanzaba una nota de prensa con el titular “Global analysis suggests COVID-19 is seasonal” (“Un análisis global sugiere que la COVID-19 es estacional”). Interesado, leí con detalle el contenido de la noticia, que incluía declaraciones del autor responsable del artículo afirmando: “One conclusion is that the disease may be seasonal, like the flu. This is very relevant to what we should expect from now on after the vaccine controls these first waves of COVID-19” (“Una conclusión es que la enfermedad puede ser estacional, como la gripe. Esto es muy relevante respecto a lo que podríamos esperar a partir del momento en el que la vacuna controle estas primeras olas de la COVID-19.”)

Aunque ese “puede ser estacional” no es una aseveración categórica, que a continuación se afirme “Esto es muy relevante” puede hacernos pensar que los análisis realizados han arrojado resultados que nos lleven a darlo por hecho. En busca de argumentos que me permitieran, llegado el momento, hablar con conocimiento de causa, me fui al artículo original (“Temperature and Latitude Correlate with SARS-CoV-2 Epidemiological Variables but not with Genomic Change Worldwide”), y leí con detenimiento su contenido.

Aprovecho para decir que el artículo ha sido publicado en la revista científica Evolutionay Bioinformatics, con buena reputación y con revisión por pares, y con cuyo editor-jefe, Dennis Wall, tengo una gran amistad.

En mi opinión, el artículo está muy bien escrito y argumentado. Los análisis realizados, para la metodología estadística que han utilizado, son adecuados. Los resultados se expresan correctamente y las conclusiones del resumen están en consonancia con los resultados obtenidos. En ellas, los autores son prudentes y utilizan palabras como “las tendencias… sugieren un efecto estacional”. Y también concluyen que “serán necesarios más estudios para poder determinar si las correlaciones son más probables debido a…”. Nada definitivo.

No me explico y me cuesta entender cómo, de cara al público (porque en el artículo científico lo expresa todo adecuadamente), el autor senior del trabajo “vende” los resultados casi como una afirmación categórica. Más aún, y puestos a ser quisquillosos, las correlaciones que se obtienen en el trabajo, aunque estadísticamente significativas, son, en su mayoría, débiles (con un valor medio absoluto de 0,24, en un rango absoluto entre 0 y 1). Y si nos fijamos en las más interesantes, como la relación entre temperatura e incidencia, o entre temperatura y mortandad, los números nos dicen que apenas se puede explicar más allá de un 7% de su posible relación.

Otros estudios con el mismo fin utilizan una metodología que es más adecuada para este tipo de análisis, como los modelos matemáticos bayesianos, y no una simple correlación por muy estadísticamente significativa que sea. Es el caso del artículo “Seasonality and uncertainty in global COVID-19 growth rates” (Estacionalidad e incertidumbre en las tasas de crecimiento global de la COVID-19), publicado en la revista PNAS, por indicar un ejemplo de rigor incluso en el propio título del artículo.

Ya lo dijo Bertrand Russel:

“El concepto de probabilidad es el más importante de la ciencia moderna, especialmente porque nadie tiene la menor idea de lo que significa.”

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.