El amor y la muerte

[El amor y la muerte. Reproducido con permiso del autor: Dr. José A. Horcajadas]

No hay un término más íntimamente ligado a la vida que el amor. La capacidad de enamorarse reside conceptualmente en el mismo órgano que genera vida, el corazón. El latido más o menos acelerado forma parte de ambas realidades representadas por dos verbos con terminaciones verbales diferentes, amar y vivir.

No es posible amar sin estar vivos y, de la misma manera, es casi imposible vivir sin amor, se puede, es obvio, pero es una vivencia extremadamente light por no decir una especie de coma inducido o una sedación profunda que nos aleja de la insana realidad. El amor nos acerca a la vida como el deporte nos acerca a la salud, como la lectura nos posiciona frente al conocimiento y éste al entendimiento del orden o desorden vital.

La filosofía, esa especie de hermana chiflada de la literatura, hace verdaderos esfuerzos por ordenar el caos o, al menos, por numerar o nombrar las partes del caos, como si esa tarea rellenara las grietas que el paso de los días genera en nuestras sienes hasta abrir simas entre las canas cuando el segundero y el minutero se acercan a su merecido descanso y deciden pararse para siempre en un lugar indeterminado de los 360 grados del recorrido vital. Dentro del mencionado caos prevalece por encima de todos un angustioso y frecuente suceso, el desamor, que hace que el matrimonio amor-vida tenga frente al espejo al binomio desamor-muerte.

El desamor no nos acerca al desahucio vital, nos instala temporalmente en él de forma repentina, casi mágica. El desamor llega con sus maletas cargadas de desesperación, incomprensión y desasosiego y nos traslada a una precaria realidad, a un dolorido espacio oscuro, obsceno, donde las ventanas no dejan pasar la luz del día, las paredes son impermeables a la esperanza y las puertas no llevan a ningún lugar cercano al optimismo.

Ese espacio imaginario es lo más parecido a una nave industrial abandonada, un almacén desprolijo, húmedo, donde la electricidad hace décadas que dejó de excitar las yermas fibras de wolframio que hacían brillar las bombillas o los devastados y desgastados rodamientos de las máquinas prensadoras y donde el polvo reina con un inmaculado manto que recuerda a cualquier paisaje nevado de una postal invernal.

Así debe ser la muerte, silenciosa, sórdida, triste, inhumana, indolente, egoísta, democrática, eso sí, y sobre todo fría, muy fría, como el gélido escalofrío que recorre nuestra médula espinal cuando pensamos en el ser amado que ya decidió no estar a nuestro lado y seguir su vida sin nosotros, robándonos así las ganas de vivir y abarrotando de suspiros los sucesivos días, las siguientes semanas y en ocasiones los posteriores meses que suceden al desastre, y llenando de vaho cada una de nuestras respiraciones sin motivo cierto ni base científica.

Así debe ser la muerte y tengo la seguridad de que con cada desamor nos morimos un poco, como cuando dormimos. Así el desamor nos adelanta lo que nos espera al final de la vida. Nos demuestra que la vida sin la muerte no tiene sentido pero que merece la pena ser sentida con intensidad, con la misma intensidad con la que nuestro corazón, responsable último de todo, se sale del pecho cuando estamos enamorados.

El desamor ralentiza el ritmo cardiaco, la sangre no alcanza a nuestros pies que ya nadie calienta, no llega a nuestras manos que tiemblan de incertidumbre y no riega nuestro cerebro que se debate aturdido ante el futuro incierto que inusitadamente se nos ha presentado. Por eso el desamor se parece a la muerte, no sabemos que nos espera después. Las decenas de teorías que se pueden diseñar sobre la muerte son en número, los posibles escenarios que nos encontramos tras el desamor.

Con la más extravagante y universal certeza, que el desamor se cura, CASI SIEMPRE.

Dr. José A. Horcajadas (Josón)

Los botellones y las consecuencias de perderle el miedo a la pandemia

Aspecto de una calle de Barcelona la madrugada del domingo 9 de mayo de 2021. RTVE

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Acaba de finalizar el estado de alarma. La situación mejora ya que, poco a poco, le vamos ganando la batalla al coronavirus. Pero el coste ha sido muy alto, sobre todo en vidas, en las relaciones sociales y en la economía, tanto personal como a gran escala. Las batallas, aún cuando se ganan, dejan profundas secuelas.

Ahora se nos abre una nueva ventana a la esperanza. Deseosos de tomar aire fresco, el cese de las severas limitaciones impuestas por la pandemia nos genera la alegría de poder compartir buenos ratos con nuestros seres queridos, sin restricciones de espacio y de tiempo. Y, por fin, disfrutar de la montaña y de la playa a quienes nos pillaba lejos. Pero nuestro sentido común nos dice que no debemos bajar la guardia. Quizás estemos ganando alguna batalla, pero la guerra continúa.

Con el botellón perdemos los sesos

Si nos vamos de botellón a celebrarlo sin más, menospreciando al enemigo, sin ser prudentes y estar alerta, estamos siendo, cuando menos, unos necios. No se puede ganar la guerra mirando por encima del hombro a este cruel adversario.

No debemos quedarnos en que sólo protegiendo a las poblaciones de riesgo los demás somos invulnerables. Además, así también vamos a propiciar restricciones socio económicas que repercutirán gravemente sobre nosotros, los ahora causantes. Nuestro valor ha de mostrarse como una compensación al miedo, en un equilibrio que no nos haga perder el seso.

Al inicio de la pandemia el miedo, más que justificado, se apoderó de nosotros. El miedo es una reacción básica que nos alerta y protege. Aunque existen trastornos bien conocidos asociados al miedo (a volar, a las serpientes ¡e incluso a nosotros mismos!, por citar algunos), el miedo a la pandemia no es una de estas fobias que principalmente generan ansiedad y evitación. Si bien está claro que la depresión y la ansiedad, junto al miedo por una amenaza presente, han sido daños colaterales del coronavirus.

Neurobiología del miedo

Definir el miedo, esa emoción tan compleja, es de todo menos sencillo. Desde el punto de vista neurobiológico podríamos decir que se trata de una emoción de anticipación que se desencadena, a través de estímulos externos o internos, cuando percibimos una situación que pone en riesgo nuestra seguridad. O la seguridad de lo que nos importa.

Una estructura cerebral con forma de almendra llamada amígdala parece jugar un papel clave en la gestión del miedo. Lo sabemos porque cuando se daña no se ven afectadas ni la inteligencia, ni la memoria, ni el lenguaje ni la percepción. Pero sí se alteran seriamente el condicionamiento al miedo, el reconocimiento del miedo en las expresiones faciales y el comportamiento social mediado por emociones asociadas al miedo.

Es más, existe una alteración congénita rara, denominada enfermedad de Urbach-Wiethe, que cursa con daños importantes en la amígdala haciendo que quienes la padecen no experimenten miedo.

El “Juan sin miedo”

Y ahora nos preguntamos: ¿qué ocurre cuando perdemos el miedo? Pues que nos la jugamos. Y tentamos a la suerte, por muy preparados que nos creamos. Sirva como ejemplo el caso de Álex Honnold, el “hombre sin miedo”.

Álex es un escalador de grandes paredes, paredes de roca de casi mil metros. Intrépido, como otros muchos escaladores. Lo que le hace diferente y especial es que escala en la modalidad denominada “solo integral”, es decir, sin utilizar cuerda o equipo de protección alguno que impida que impacte contra el suelo en el caso de una posible caída. No dejen de ver el documental, ganador de un Óscar, “Free solo”. Pone los pelos de punta.

Si Álex es capaz de estas proezas es porque su circuito cerebral está alterado, tal y como reveló un estudio basado en las resonancias magnéticas funcionales de su cerebro. Aunque su amígdala se encuentra en el lugar y con la forma que le corresponde, no se activa cuando a Alex se le presentan imágenes que sí hacen que se active la amígdala de un escalador digamos que normal.

De su caso se deduce que como perdamos el miedo, a la pandemia o a lo que sea, vamos de cabeza, y nunca mejor dicho.

Alex Honnold escalando en el parque Yosemite (Estados Unidos).
Wikimedia Commons / Et3115009, CC BY-SA

El exceso de empatía

La falta de amígdala puede dar lugar a comportamientos muy curiosos, como ocurre en el interesante caso de la mujer hiperempática. La amígdala se encuentra en una zona del cerebro denominada lóbulo temporal. Y una de las formas más comunes de epilepsia es la epilepsia del lóbulo temporal.

A esta mujer, que padecía severas crisis epilépticas, se le extirpó la amígdala (al no responder a ningún tipo de medicación). Como consecuencia, además de desaparecer las crisis epilépticas, inesperadamente desarrolló un comportamiento empático mucho mayor de lo normal, y mantenido durante años. Mientras el resto de sus facultades mentales eran de lo más normal.

Lo más fascinante es que esta mujer, además de ser muy empática emocionalmente, también lo era cognitivamente. O sea, tenía la habilidad de deducir los estados mentales de otras personas, como sus creencias e intenciones, sólo con mirar a los ojos.

Sin embargo, hemos de tener en cuenta que hay casos en los que la hiperempatía se convierten en un trastorno de la personalidad con implicaciones psicológicas graves. Y no solo por el exceso y desgaste de sufrimiento por los demás, sino porque también podría llevar a entender y justificar el maltrato de tu pareja y por qué hay mujeres que aman a psicópatas.

Como conclusión, y tal y colmo comentamos al principio, no debemos bajar la guardia ni perder el miedo a la pandemia, ya que el miedo nos mantiene alerta y nos defiende a nosotros y a los demás. Disfrutemos el fin del estado de alarma siendo capaces de transformar las chispitas de miedo en prudencia y buen quehacer.

Recordemos la frase que se atribuye a Alejandro Magno:

“De la realización de cada uno depende el destino de todos”.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Los grandes retos en salud pública que la política debe afrontar sin mirar a otro lado

Shutterstock / ONYXprj

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Nuestro orgullo patrio de disfrutar de uno de los mejores sistemas de salud del mundo se ha desinflado casi por completo durante este último año. La pandemia por COVID-19 ha puesto de manifiesto que el sistema sanitario español es mucho más frágil de lo que podríamos esperar. Tantos son sus puntos débiles, que lo han llevado rápidamente al colapso.

Más aún, la crisis sanitaria global en la que estamos inmersos ha sacado a la palestra, a la calle y a los medios de comunicación, la importancia y la repercusión que tiene la falta de apoyo en nuestro país a la investigación científica, tanto básica como aplicada.

La pandemia ha evidenciado que las medidas políticas de los últimos años no han sido las más apropiadas para facilitar el avance del conocimiento científico. Algo fundamental teniendo en cuenta que la ciencia nos proporciona planes, herramientas, fármacos y vacunas para responder de un modo eficiente tanto a los grandes problemas de salud pública como a la desestabilización socioeconómica que, desafortunadamente, suele acompañarlos.

A grandes males, grandes remedios

Puesto que se atribuye a un aforismo de Hipócrates este conocido refrán, parece evidente que llevamos más de dos mil años haciendo prevalecer la eficacia sobre la eficiencia. Sí, matamos a las moscas, pero a cañonazos. Más fácil –y con menos coste y repercusión– es hacerlo con un matamoscas.

La dificultad de este método es que tenemos que seguir el vuelo y ejecutar el movimiento en el momento adecuado, lo que implica que hemos de estar preparados y pendientes, y ser lo más certeros posible. Pero así, en uno o muy pocos intentos conseguiríamos nuestro objetivo.

Con esto no quiero decir que las drásticas medidas que se tomaron al comienzo de la pandemia no fueran justificadas. La infección global nos cogió por sorpresa, pese a que tanto la Organización Mundial de la Salud (OMS) como el Consejo de Inteligencia de los EEUU llevaban años instando a prepararnos para hacer frente a una más que probable pandemia.

Además, no teníamos ni idea ni de la capacidad infectiva del nuevo virus ni de sus efectos sobre la salud. Evidentemente, y en eso estamos todos de acuerdo, ante la duda lo más importante era salvar vidas. La situación requirió evitar al máximo la posibilidad de contagios hasta tener claro, en su caso, cuales eran los principales grupos de riesgo, con el fin de protegerlos.

Por otro lado, rápidamente nos dimos cuenta de que era necesario reforzar los sistemas de salud con medios y personal, principalmente las unidades de cuidados intensivos. Algo que no se podía hacer de un día para otro.

Sin embargo, todavía queda la duda de si los costes socioeconómicos que arrastramos a partir de aquella primera crítica ola no superan con creces las cantidades que podrían haberse dedicado desde el primer momento a proteger, a capa y espada, a la población de riesgo y a reforzar el sistema sanitario. Y qué decir sobre los costes que conllevan los retrasos en la vacunación.

Los nuevos grandes retos en salud pública

El pasado año, la Organización Mundial de la Salud publicó un listado de trece retos prioritarios en salud pública. Aunque abordarlos no es sencillo, requieren una respuesta inmediata que debe partir de una elección política tanto local como global.

Los grandes retos (sin que el orden implique prioridad) son:

  • Incorporar a la salud al debate climático, teniendo en cuenta tanto los efectos de la contaminación en el desarrollo de enfermedades crónicas como la influencia del clima extremo en la malnutrición y las enfermedades infecciosas.
  • Llevar salud a lugares en conflicto y crisis, con material y recursos humanos.
  • Lograr que la atención sanitaria sea más justa, a nivel infantil, de igualdad de género, nutricional y de salud mental.
  • Permitir el acceso global a los diagnósticos, tratamientos y medicamentos, y combatir las terapias no adecuadas.
  • Detener las enfermedades infecciosas, promoviendo vacunaciones y mitigando los efectos de la resistencia a fármacos.
  • Estar preparados para futuras pandemias, reforzando los sistemas de salud.
  • Proteger a la población de los alimentos no saludables –dietas basura, bebidas azucaradas, alcohol y tabaco– y promover el acceso a una alimentación sana.
  • Invertir en profesionales de la salud, a cualquier nivel y con dedicación y sueldos adecuados.
  • Proteger a los adolescentes, principalmente de accidentes de tráfico, de enfermedades de transmisión sexual, del suicidio y del uso de drogas.
  • Ganarse la confianza de la población, proporcionando información fiable y adecuada y educando en salud.
  • Regular el uso de las nuevas tecnologías, como la edición del genoma humano y la salud digital.
  • Controlar el consumo de los medicamentos que nos protegen, con especial énfasis en reducir la amenaza de la resistencia a los antibióticos.
  • Implementar condiciones de higiene sanitarias básicas adecuadas allí donde sea necesario.

Tal y como declaró el director de la OMS, Tedros Adhanom, “tenemos que ser conscientes de que la salud es una inversión para el futuro”. “Los países invierten mucho en proteger a su población de los ataques terroristas, pero no del ataque de un virus, que podría ser mucho más mortal y dañino económica y socialmente”, reflexiona Adhanom. “Una pandemia podría poner de rodillas a la economía y a las naciones”.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.