Los trastornos mentales y el verano

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Algunos días nos sentimos con menos energía y de mal humor, sea primavera, verano, otoño o invierno, y esto le pasa a cualquiera. Pero hay personas que sufren trastornos mentales específicos que están relacionados con los cambios de estación, como la denominada depresión estacional. Y también las hay que, padeciendo una enfermedad mental concreta, como la esquizofrenia, ésta se les manifiesta con más intensidad en una estación dada.

Quienes trabajamos en conocer las bases genéticas, moleculares y celulares de las enfermedades y de los trastornos mentales bien sabemos que, en la mayoría de los casos, las variaciones estacionales dependen de alteraciones en el funcionamiento de nuestras células, de las rutas metabólicas y moleculares que en ellas se producen y, en última instancia, de nuestros genes, si bien aún queda mucho por conocer.

Depresión estacional

Un ejemplo claro de trastorno relacionado con los cambios de estación es el que así se denomina: el trastorno afectivo estacional (TAE). Se corresponde con un tipo de depresión que comienza y finaliza casi siempre en la misma época del año. Los síntomas de quienes sufren este trastorno suelen iniciarse en otoño, continúan durante el invierno y, afortunadamente, apenas se manifiestan durante la primavera y el verano. No obstante, existe un pequeño porcentaje de personas con TAE a quienes le ocurre lo contrario: se sienten deprimidas principalmente en primavera y verano, y los síntomas desaparecen en otoño e invierno.

Si bien los síntomas del TAE son similares a otros tipos de depresión, entre los mecanismos moleculares implicados se han detectado alteraciones en el ritmo circadiano (procesos que regulan el funcionamiento de nuestro organismo a lo largo del día y de las estaciones), en la sensibilidad de la retina a la luz, en el metabolismo anómalo de la melatonina, y en la disminución de la liberación de neurotransmisores, principalmente la serotonina.

Según los expertos, y por indicar algunos datos epidemiológicos, en la población en general la prevalencia del TAE se encuentra entre el 1-10%, con una frecuencia casi el doble en mujeres que en hombres y una aparición media entre los 25-35 años, decreciendo su incidencia con la edad. Como nos podemos imaginar, el TAE es más común en los países nórdicos como Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia, aunque también influyen otros factores como el clima, la dieta, y los sociales y culturales. Y, cómo no, los genes que heredamos o que se modifican a lo largo de nuestra vida, principalmente aquellos de los que depende un funcionamiento adecuado de los ritmos circadianos.

Otros trastornos

En relación con la estacionalidad de otras alteraciones mentales concretas, como el trastorno bipolar, la psicosis y la esquizofrenia, son interesantes los resultados detectados en un estudio llevado a cabo en Grecia entre 2013 y 2019, un país con latitud y clima similares al nuestro. El principal objetivo del análisis fue estudiar el efecto de la temperatura en los ingresos en un hospital de pacientes con estos trastornos. Pues bien, se detectó un pico en los ingresos por desorden bipolar en el verano, independientemente de haber consumido, o no, alcohol u otras drogas. También se observó un efecto estacional en pacientes con psicosis y con esquizofrenia, con una disminución en invierno. Curiosamente, un aumento de un grado centígrado en la temperatura ambiental se asoció con un incremento de un 1-2% en las admisiones mensuales. O sea, que un aumento en la temperatura parece ser que se asocia a un aumento en los brotes psicóticos. No obstante, no olvidemos que correlación no implica causalidad.

Los ritmos circadianos y las alteraciones del sueño están estrechamente relacionados con estos trastornos en el estado de ánimo, como el TAE, la depresión y el trastorno bipolar. De hecho, algunos de los fármacos que se utilizan en ellos tratan de estabilizar dichos ritmos circadianos. Con el fin de conocer si hay una base genética, en un estudio en cerebros de pacientes ya fallecidos que sufrieron depresión mayor se detectó que la expresión de los genes que controlan los ritmos circadianos fue más débil en estos que en los de personas sanas, y que dicha alteración se encontraba en regiones cerebrales que se asocian a los estados de ánimo, tales como la corteza prefrontal, el hipocampo, el núcleo accumbens y, cómo no, la amígdala.

Necesidad de dormir

El adecuado funcionamiento de los ritmos circadianos en el cerebro es muy importante para maximizar la eficiencia energética y la salud de nuestras neuronas, pues es bien conocido que nuestro cerebro usa un 20% de la energía de todo nuestro organismo y lo hace de un modo muy eficiente. Durante el día las neuronas están a pleno rendimiento para nuestra actividad general, los cual da lugar a la producción de especies reactivas que dañan el ADN de las propias neuronas. Durante el sueño se activan los mecanismos para eliminar esos productos tóxicos y reparar los daños en el ADN. Es por ello que necesitamos dormir bien, en calidad y en cantidad (al menos seis horas), pues en caso contrario alteramos estos procesos moleculares.

En definitiva, poco a poco vamos desentrañando los bases genéticas y moleculares de cómo el reloj circadiano afecta a los trastornos y a las enfermedades mentales. Puesto que participa en el funcionamiento adecuado tanto del sistema nervioso (en la neurotransmisión) y del eje hipotálamo-hipófisis (en el control hormonal), como del metabolismo y del sistema inmune, una alteración del mismo sin duda influye en los estados de ánimo y parece ejercer un efecto clave en los trastornos y en las enfermedades mentales.

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en Ideal Jaén. Lea el original.

Que no nos gusten las lentejas o el brócoli va en los genes

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

No siempre podemos elegir lo que comemos y, cuando podemos, en la elección influye toda una serie de factores culturales, ambientales, psicológicos y, cómo no, biológicos. Sí, lo que nos gusta comer también va en nuestros genes.

Así, una vez más –y esto no es nuevo–, nuestro comportamiento está determinado en parte por la naturaleza y en parte por el ambiente.

Los gemelos suelen tener los mismos gustos por la comida

Los profesionales de la salud tienden a señalar que lo que nuestras hijas e hijos prefieren comer suele depender de lo que encuentran en casa, si bien madres y padres percibimos que la elección les viene de nacimiento.

En este sentido, un estudio llevado a cabo en una población de 2 402 familias con gemelos analizó la contribución de la genética y del ambiente sobre la inclinación hacia toda una amplia variedad de alimentos. Los resultados indican que la genética domina en la elección de vegetales, frutas y proteínas, mientras que el ambiente lo hace sobre lo que picoteamos, los lácteos y los azúcares.

O sea, que a nuestros hijos les gusten los alimentos más sanos y nutritivos, esos que intentamos incluir en su dieta, depende de la genética; en cambio, lo que más engorda y es menos sano depende de que lo encuentren a mano.

Y sí, son bien conocidos los casos de gemelos a quienes a ambos les gusta –o disgusta– lo mismo. Otro estudio llevado a cabo también con este tipo de hermanos, y que incluía a más de 2 000 individuos, mostró que la elección de la comida basada en sabores y características nutritivas similares estaba determinada no sólo por el ambiente compartido, sino también por la genética.

¿Y qué ocurre cuando los gemelos se hacen mayores? Que el factor heredable se mantiene: si no les gustan las lentejas, ninguno come lentejas. Sin embargo, la influencia del ambiente compartido desaparece en favor de la experiencia personal: cada uno decide si tener a mano o no, para picotear, de lo que más engorda.

Lo que nos dicen los genes

A mediados del pasado mes de mayo se publicó un interesante estudio, llevado a cabo en nada más y nada menos que 161 625 individuos, acerca de qué variaciones en los genes se relacionan con los alimentos que nos gustan o que no.

En primer lugar, los autores establecieron tres grandes grupos de alimentos: los altamente palatables y energéticos (postres, carnes y los muy sabrosos y agradables); los de pocas calorías (vegetales, frutas y cereales); y los que vamos probando por gusto, es decir, los adquiridos (café sin endulzar, bebidas alcohólicas, quesos y vegetales de sabor fuerte).

A continuación los relacionaron entre sí. Detectaron una correlación de elección de moderada a alta entre los de pocas calorías y los adquiridos, mientras que la elección de los muy sabrosos y energéticos era independiente de cualquiera de los otros dos grupos. Este resultado sugiere que los procesos que subyacen a la elección de las comidas tan gustosas son independientes a los demás.

Después relacionaron la presencia de variaciones en los genes con el consumo de alimentos y detectaron 1 401 asociaciones entre las variantes genéticas y la elección de determinados alimentos. Por ejemplo, encontraron que la mutación rs1229984-SNP, localizada en la enzima que degrada el alcohol, se vinculaba al consumo de la mayoría de las bebidas alcohólicas, si bien el efecto disminuía si las bebidas eran más fuertes. Es decir, la mutación permite la tolerancia al alcohol pero hasta cierto punto.

Cuando se priorizaron los genes con variantes, destacaron aquellos que codifican para receptores de sabores y olores. Así, la mayor asociación se detectó para el gen OR4K17 (un receptor olfativo) y el gusto por la cebolla.

Entre los receptores de sabores, se identificaron relaciones entre los de sabores amargos y los grupos de alimentos adquiridos y de pocas calorías. Concretamente, variantes del gen TAS2R38 se vincularon a comidas saladas, bebidas alcohólicas, el rábano y la toronja o pomelo.

Además, el gen FGF21, que codifica para un modulador celular y que previamente se había asociado al consumo de dulces, se relacionó negativamente tanto con las comidas fuertes y muy grasas como con el pescado, los huevos y la mayonesa.

La puntuación poligénica del sabor

Otros estudios confirman este tipo de predisposición congénita. Un trabajo presentado recientemente en el congreso de la Sociedad Americana de Nutrición, realizado sobre 6 230 personas, ha identificado la asociación entre variantes genéticas y cada uno de los cinco sabores básicos (dulce, salado, amargo, agrio y umami), así como también con factores de riesgo cardiometabólico.

Para ello han desarrollado la llamada puntuación poligénica del sabor (PPS), que proporciona un valor sencillo a partir del efecto acumulativo de diferentes variantes génicas sobre la percepción de un sabor concreto. Una PPS alta para lo dulce indica, por ejemplo, que una persona tiene una predisposición elevada a percibir ese sabor.

Los resultados mostraron que los genes relacionados con los sabores amargo y umami están más relacionados con la calidad de la elección de los alimentos en la dieta. Así, los participantes con mayor PPS-amargo comen dos porciones menos de cereales que los que puntúan más bajo, y los de mayor PPS-umami comen menos vegetales que los que son menos proclives a experimentar ese sabor.

Por otro lado, este grupo de investigación ha detectado que los genes relacionados con la sensibilidad hacia el dulzor son más importantes para la salud cardiometabólica. Un PPS-dulce alto está relacionado con una menor concentración de triglicéridos.

Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor del primer tratado de gastronomía, pronunció en el siglo XIX el famoso aforismo “dime lo que comes y te diré quién eres”. Hoy también podemos decir “dime lo que comes y te diré cómo son tus genes”, y viceversa.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.