Cómo hacer que nuestras células luchen contra el cáncer

Células de cáncer de mama. Imagen de dominio público obtenida por el Dr. Cecil Fox. National Cancer Institute. National Institutes of Health, USA.

Iván Rodríguez Arévalo. Divulgación Científica en Biología Celular. Proyecto de Innovación y Mejora Docente de la Universidad de Jaén.

El cáncer es una enfermedad que se produce cuando las células se dividen sin control alguno e invaden los tejidos de nuestro organismo. La gravedad puede depender tanto de los tejidos y órganos que invada como de la capacidad de las células cancerígenas de llegar incluso a zonas del cuerpo muy distantes de su lugar de origen.

Nuestro principal mecanismo de defensa frente a enfermedades, sobre todo las debidas a agentes externos como virus, hongos y bacterias, es el sistema inmune. Este sistema está formado por un complejo entramado de moléculas, células, tejidos y órganos que pueden reconocer lo extraño frente a lo propio.

Como las células cancerígenas pertenecen a nuestro propio organismo, los componentes del sistema inmune no las reconocen. Esto es debido a unas moléculas que actúan a modo de DNI celular, que son propias y diferentes para cada persona. De modo general, se agrupan en el denominado complejo principal de histocompatibilidad (histo = tejido) y de ahí la dificultad de encontrar órganos compatibles en los trasplantes.

Reeducar a los linfocitos T

Los linfocitos T son un tipo de células del sistema inmune que pueden reconocer lo extraño frente a lo propio y combatirlo. Puesto que estos linfocitos no atacan a las células cancerígenas, al reconocerlas como propias, en la lucha contra el cáncer se están diseñando unas moléculas llamadas CAR (de las siglas en inglés para receptores de antígenos tumorales), que detectan a componentes específicos del tumor. Con ello, ayudan a los linfocitos T a reconocer a las células cancerosas para que actúen contra ellas.

Las primeras CAR que se diseñaron sólo producían una respuesta débil en la lucha contra el cáncer. Sin embargo, las CAR de segunda, tercera y cuarta generación presentan una estructura que permiten que el linfocito T reconozca mejor a la célula tumoral. Estos nuevos y potentes complejos moleculares son los llamados “CAR dependientes de adaptador”. Además, con esta terapia se intenta que un mismo linfocito pueda reconocer varios tipos de tumores, lo que supone una mayor protección.

El problema de los tumores sólidos

El tratamiento con CAR funciona bien en pacientes con tumores sanguíneos, en los que las células están en un entorno líquido. Pero cuando los tumores son sólidos, pueden crear un ambiente mucho más adverso para ser reconocidos.

Por ejemplo, las células malignas pueden producir el llamado factor de crecimiento transformante, que hace que determinadas células del sistema inmune, en concreto los macrófagos, cambien su función y en lugar de activar nuestras defensas las desactiven.

Afortunadamente, se está diseñando otro tipo de CAR, en este caso para que reconozca a este factor de crecimiento. Así, un linfocito T que encuentre al CAR unido al factor podrá atacar al tumor que lo libera.

También se están desarrollando sistemas que permitan que los linfocitos, además de liberar las toxinas (citotoxinas) que producen para acabar con los invasores, también sean capaces de atacar a las células cancerosas con un complejo CAR-citotoxina que penetre en los tumores sólidos y actúe desde dentro.

Activando a otras células luchadoras

Otras células del sistema inmune, como los macrófagos y las células NK, también son objeto de estudio en este tipo de terapias en la lucha contra el cáncer.

Los macrófagos y las células NK pertenecen al sistema inmune y son capaces de reconocer y destruir a los invasores. Además, los macrófagos pueden ayudar a otras células, como los linfocitos, a reconocer a lo extraño.

Se están generando tanto macrófagos como células NK modificadas genéticamente con el fin de que muestren en su membrana moléculas CAR, lo que aumenta su eficacia como agentes antitumorales.

Aún queda camino por recorrer en el diseño de este tipo de terapias, y en la evaluación de su efectividad y seguridad, pero no cabe duda de que los resultados son prometedores.

Por qué no podemos hacernos cosquillas a nosotros mismos

Shutterstock / Kuznetsov Dmitriy

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

No hay ninguna duda de que reír –y sonreír– es bueno para la salud, tanto física como mental. Y un modo facilón de provocar la risa es recurriendo a las cosquillas. Hacer cosquillas, además, busca el acercamiento y el contacto físico, sobre todo con los peques de la casa. Y no cabe duda de que nos conduce a momentos divertidos.

Hay dos tipos de cosquillas

A finales del siglo XIX se describió que podemos percibir las cosquillas de dos modos diferentes, que se denominaron knismesis y gargalesis. La knismesis son las cosquillas suaves y ligeras, como las generadas por el roce de una pluma. La sensación es más bien de picor y no suele provocar risa. La gargalesis se refiere a las cosquillas más intensas, que producen risa cuando se hacen en zonas concretas del cuerpo.

Hay estudios que indican que con las cosquillas se genera una sensación u otra pero, generalmente, no ambas a la vez. Parece ser que porque los receptores sensitivos de la piel, y también las vías nerviosas asociadas, son distintos.

Las cosquillas intensas

Las cosquillas de tipo gargalesis, o sea, las de la risa, son más complicadas que las caricias tipo knismesis. Los estudios llevados a cabo apuntan a que la risa que aparece con las cosquillas es más bien consecuencia de un comportamiento social que de un reflejo, por ejemplo en la interacción entre madre e hijo, o en el preludio sexual.

Además, cuando se hacen cosquillas intensas entran en juego elementos de dominación y sumisión. Y hemos de tener en cuenta que la risa que provocan las cosquillas no implica que nos apetezca reír en ese preciso momento, pues también dependen del contexto y del estado de ánimo.

Como se ha indicado anteriormente, las cosquillas intensas sólo ocurren si se provocan en ciertas partes del cuerpo, principalmente en la planta del pie, las axilas, el cuello y la barbilla. Desde el punto de vista del comportamiento, ocupan un lugar propio al ser la única forma de contacto que hace reír. Y bien sabemos que no nos las podemos provocar a nosotros mismos. Pero, ¿por qué no?

Si me las hago no me río

Nuestro organismo se encarga de recoger y procesar la información sensitiva a través de un complejo sistema de receptores y vías nerviosas denominado sistema somatosensorial.

Cuando nos provocamos a nosotros mismos una sensación táctil, el sistema somatosensorial la percibe con menos intensidad que si la fuente de estimulación es externa. Todo apunta a que esto se debe a la diferencia de capacidad predictiva sobre las consecuencias que pueden tener las acciones autogeneradas frente a las acciones externas.

En otras palabras, nuestro cerebro interpreta un estímulo táctil propio como menos amenazador que uno externo. Y esto ocurre también con las cosquillas, tanto con las ligeras como con las intensas.

Midiendo las cosquillas

Hace un par de meses se publicó un estudio científico muy interesante cuyo objetivo era tratar de caracterizar la fisiología de las cosquillas intensas (la gargalesis) y su supresión por autoestimulación.

Participaron ocho chicas y cuatro chicos, con una media de edad de unos 30 años. Se agruparon por parejas que pertenecían un mismo círculo social para asegurar una, digamos, cierta familiaridad y facilitar el estudio.

Cada persona adoptó antes o después el papel de hacer o recibir las cosquillas según su propia elección. La respuesta a las cosquillas se cuantificó a partir de medidas acústicas, visuales y fisiológicas, y teniendo en cuenta la experiencia subjetiva de cada participante.

Se detectó que los cambios fisiológicos (en la circunferencia torácica y las expresiones faciales) aparecían simultáneamente unos 0,3 segundos después del estímulo, y la vocalización unos 0,2 segundos después. Tanto el tiempo de duración como las propiedades de vocalización se correlacionaron con la experiencia subjetiva: a más risa mayor sensación de cosquillas.

Cuando a cada persona se le pidió que realizase el gesto de hacerse cosquillas a la vez que las recibía de su colega, la sensación disminuía y la vocalización se retrasaba. Sobre todo si ella misma se intentaba hacer cosquillas de verdad.

Todo apunta a que, en general, cuando nos tocamos se activa en nuestro cerebro un mecanismo de inhibición y de supresión de la vocalización. Y de ahí que si te haces cosquillas a la vez que otro te las está haciendo disminuya el efecto, o que no te rías nada si sólo te las haces tú.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.