Los botellones y las consecuencias de perderle el miedo a la pandemia

Aspecto de una calle de Barcelona la madrugada del domingo 9 de mayo de 2021. RTVE

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Acaba de finalizar el estado de alarma. La situación mejora ya que, poco a poco, le vamos ganando la batalla al coronavirus. Pero el coste ha sido muy alto, sobre todo en vidas, en las relaciones sociales y en la economía, tanto personal como a gran escala. Las batallas, aún cuando se ganan, dejan profundas secuelas.

Ahora se nos abre una nueva ventana a la esperanza. Deseosos de tomar aire fresco, el cese de las severas limitaciones impuestas por la pandemia nos genera la alegría de poder compartir buenos ratos con nuestros seres queridos, sin restricciones de espacio y de tiempo. Y, por fin, disfrutar de la montaña y de la playa a quienes nos pillaba lejos. Pero nuestro sentido común nos dice que no debemos bajar la guardia. Quizás estemos ganando alguna batalla, pero la guerra continúa.

Con el botellón perdemos los sesos

Si nos vamos de botellón a celebrarlo sin más, menospreciando al enemigo, sin ser prudentes y estar alerta, estamos siendo, cuando menos, unos necios. No se puede ganar la guerra mirando por encima del hombro a este cruel adversario.

No debemos quedarnos en que sólo protegiendo a las poblaciones de riesgo los demás somos invulnerables. Además, así también vamos a propiciar restricciones socio económicas que repercutirán gravemente sobre nosotros, los ahora causantes. Nuestro valor ha de mostrarse como una compensación al miedo, en un equilibrio que no nos haga perder el seso.

Al inicio de la pandemia el miedo, más que justificado, se apoderó de nosotros. El miedo es una reacción básica que nos alerta y protege. Aunque existen trastornos bien conocidos asociados al miedo (a volar, a las serpientes ¡e incluso a nosotros mismos!, por citar algunos), el miedo a la pandemia no es una de estas fobias que principalmente generan ansiedad y evitación. Si bien está claro que la depresión y la ansiedad, junto al miedo por una amenaza presente, han sido daños colaterales del coronavirus.

Neurobiología del miedo

Definir el miedo, esa emoción tan compleja, es de todo menos sencillo. Desde el punto de vista neurobiológico podríamos decir que se trata de una emoción de anticipación que se desencadena, a través de estímulos externos o internos, cuando percibimos una situación que pone en riesgo nuestra seguridad. O la seguridad de lo que nos importa.

Una estructura cerebral con forma de almendra llamada amígdala parece jugar un papel clave en la gestión del miedo. Lo sabemos porque cuando se daña no se ven afectadas ni la inteligencia, ni la memoria, ni el lenguaje ni la percepción. Pero sí se alteran seriamente el condicionamiento al miedo, el reconocimiento del miedo en las expresiones faciales y el comportamiento social mediado por emociones asociadas al miedo.

Es más, existe una alteración congénita rara, denominada enfermedad de Urbach-Wiethe, que cursa con daños importantes en la amígdala haciendo que quienes la padecen no experimenten miedo.

El “Juan sin miedo”

Y ahora nos preguntamos: ¿qué ocurre cuando perdemos el miedo? Pues que nos la jugamos. Y tentamos a la suerte, por muy preparados que nos creamos. Sirva como ejemplo el caso de Álex Honnold, el “hombre sin miedo”.

Álex es un escalador de grandes paredes, paredes de roca de casi mil metros. Intrépido, como otros muchos escaladores. Lo que le hace diferente y especial es que escala en la modalidad denominada “solo integral”, es decir, sin utilizar cuerda o equipo de protección alguno que impida que impacte contra el suelo en el caso de una posible caída. No dejen de ver el documental, ganador de un Óscar, “Free solo”. Pone los pelos de punta.

Si Álex es capaz de estas proezas es porque su circuito cerebral está alterado, tal y como reveló un estudio basado en las resonancias magnéticas funcionales de su cerebro. Aunque su amígdala se encuentra en el lugar y con la forma que le corresponde, no se activa cuando a Alex se le presentan imágenes que sí hacen que se active la amígdala de un escalador digamos que normal.

De su caso se deduce que como perdamos el miedo, a la pandemia o a lo que sea, vamos de cabeza, y nunca mejor dicho.

Alex Honnold escalando en el parque Yosemite (Estados Unidos).
Wikimedia Commons / Et3115009, CC BY-SA

El exceso de empatía

La falta de amígdala puede dar lugar a comportamientos muy curiosos, como ocurre en el interesante caso de la mujer hiperempática. La amígdala se encuentra en una zona del cerebro denominada lóbulo temporal. Y una de las formas más comunes de epilepsia es la epilepsia del lóbulo temporal.

A esta mujer, que padecía severas crisis epilépticas, se le extirpó la amígdala (al no responder a ningún tipo de medicación). Como consecuencia, además de desaparecer las crisis epilépticas, inesperadamente desarrolló un comportamiento empático mucho mayor de lo normal, y mantenido durante años. Mientras el resto de sus facultades mentales eran de lo más normal.

Lo más fascinante es que esta mujer, además de ser muy empática emocionalmente, también lo era cognitivamente. O sea, tenía la habilidad de deducir los estados mentales de otras personas, como sus creencias e intenciones, sólo con mirar a los ojos.

Sin embargo, hemos de tener en cuenta que hay casos en los que la hiperempatía se convierten en un trastorno de la personalidad con implicaciones psicológicas graves. Y no solo por el exceso y desgaste de sufrimiento por los demás, sino porque también podría llevar a entender y justificar el maltrato de tu pareja y por qué hay mujeres que aman a psicópatas.

Como conclusión, y tal y colmo comentamos al principio, no debemos bajar la guardia ni perder el miedo a la pandemia, ya que el miedo nos mantiene alerta y nos defiende a nosotros y a los demás. Disfrutemos el fin del estado de alarma siendo capaces de transformar las chispitas de miedo en prudencia y buen quehacer.

Recordemos la frase que se atribuye a Alejandro Magno:

“De la realización de cada uno depende el destino de todos”.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Las matemáticas y la covid-19

En el número 1 del volumen 24 del año 2021 de la La Gaceta de la Real Sociedad Matemática Española hemos publicado (R. Álvarez-Nodarse, F.J. Esteban y N.R. Rodriguez) el artículo Las matemáticas y la covid-19. En artículo completo te lo puedes bajar pinchando AQUÍ y los ficheros de Maxima usados pinchando AQUÍ.

Resumen: A principios de 2020 apareció en la escena sanitaria internacional un nuevo patógeno: el virus SARS-CoV-2 causante de la covid-19, enfermedad que se ha convertido en una pandemia mundial. En este trabajo vamos a explicar, desde el punto de vista de las matemáticas, el porqué de medidas como «lávate las manos y no te toques la cara» o «mantén una distancia de seguridad de x metros», recomendadas por las autoridades para controlar la propagación del virus. También discutiremos la importancia de usar correctamente los datos de contagio a la hora de tomar decisiones o de informar a la ciudadanía sobre la evolución de una pandemia.

¿Por qué a los políticos les cuesta tanto ponerse de acuerdo?

Shutterstock / Lightspring

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

No es fácil ver a un dirigente de un determinado partido político dar la razón a alguien de otro partido. Más aún cuando el debate es entre contrincantes que se definen como de izquierdas o de derechas. Desafortunadamente, ya nos hemos acostumbrado a escuchar cómo los mismos argumentos pueden ser defendidos o atacados por unos u otros políticos según sus intereses. Y no es que nuestros dirigentes no sean inteligentes –quizás algunos están en duda–. Lo que sí podríamos poner en duda es su capacidad de ser razonables.

José Ortega y Gasset, uno de los filósofos e intelectuales españoles más influyentes del pasado siglo, dijo: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. Aunque podamos estar de acuerdo con don José, vamos a no ser tan severos, pues quizá entonces pecaríamos de ser nosotros los poco razonables.

Se puede ser inteligente y poco razonable, o todo lo contrario

Keith Stanovich, psicólogo de la Universidad de Toronto (Canadá), ha dedicado una buena parte de su vida académica a desarrollar una prueba que permite medir la racionalidad, del mismo modo que hay cuestionarios que, a través del cociente intelectual, miden nuestra inteligencia.

Con esta prueba, denominada “Evaluación exhaustiva del pensamiento racional”, Stanovich ha demostrado que la inteligencia no está estadísticamente correlacionada con la racionalidad. En otras palabras: se puede ser muy inteligente y, a la vez, actuar de modo muy poco racional. O, al contrario, personas con bajo coeficiente intelectual pueden obrar muy razonablemente.

En una entrevista reciente, Stanovich pone como ejemplo a los antivacunas que, mediante argumentos basados en el miedo y las conspiraciones, sin duda llegan a influir en padres e incluso en profesionales de la salud, siempre con informaciones falsas, y no revisando e ignorando las fuentes científicas. Entre ellos incluso se encuentra un premio Nobel, cuya inteligencia nadie pone en duda. Eso sí, muy razonable no parece ser.

En mayor o menor medida, todos tenemos una idea aproximada lo que es ser razonable. Sin embargo, dar respuesta a la pregunta “¿qué es la razón?” no resulta nada fácil y es uno de los grandes temas de debate filosófico.

En este sentido, hoy día se admite que no hay un único tipo de racionalidad, sino que podemos hablar de una racionalidad cognitiva, como la científica, y de racionalidad práctica. En este segundo tipo de racionalidad podemos, a su vez, encontrar la racionalidad técnica y la estratégica. En definitiva, la racionalidad se presenta como un concepto plural con distintos significados según el contexto social, económico, administrativo y político.

Qué nos dice la neurociencia sobre ser, o no, razonable

Nuestras emociones juegan un papel fundamental en mantenernos fieles a lo que creemos, y nos llevan a defender y argumentar de un modo que, aparentemente, parece de lo más razonable. Sobre todo, tal y como comentamos al comienzo de este artículo, si se trata de asuntos políticos.

En un interesante estudio, un grupo de investigadores californianos demostró la existencia de un mecanismo neural que gobierna el comportamiento que nos hace ser firmes en nuestra ideología pese a constatar hechos que contradigan nuestras creencias. Se basa en la denominada red neuronal por defecto (default mode network), la red principal y más importante para el funcionamiento del cerebro, y de la que ya hablamos en otro artículo en The Conversation por su importancia para desconectar y descansar.

Los principales resultados del trabajo indicaron que, ante argumentos que retan a nuestra ideología, se activan áreas del cerebro que nos llevan, a través de la red neuronal por defecto, a nuestro mundo interior y nos desconectan de la realidad externa. Además, demostraron que las personas capaces de cambiar su forma de pensar muestran menos actividad en la amígdala y en la ínsula, estructuras cerebrales bien conocidas por su implicación en la regulación de las emociones y los sentimientos.

Es decir, las emociones juegan un papel crucial para mantenernos firmes en nuestras creencias. Además, las estructuras nerviosas relacionadas, que a su vez están implicadas en mantener la integridad y el equilibrio fisiológico de nuestro organismo, se activan para proteger nuestra vida mental y nuestra identidad, claramente apoyada en nuestra ideología.

Un poco de mates –y cine– para la cooperación

¿Quién no ha visto la película “Una mente maravillosa”, en la que el actor Russell Crowe protagoniza al matemático John F. Nash, premio Nobel en economía por el desarrollo de la Teoría de Juegos y su aplicación en la economía?

En esta teoría matemática los juegos no son de azar, sino que se refieren a situaciones y conflictos en los que hay que tomar decisiones para tratar de obtener beneficios, o salir perjudicado, según actuemos o lo hagan otras personas implicadas. Nash, entre sus grandes aportaciones en este campo, introdujo la distinción entre los juegos cooperativos, en los cuales se puede llegar a acuerdos vinculantes, y los no cooperativos, en los cuales no son posibles estos acuerdos.

Si bien es muy conocida la aplicación de la teoría de juegos en la resolución de dilemas sociales y económicos (léase el interesante artículo de Francisca Jiménez, compañera de la UJA), no lo es tanto en política. Y eso a pesar del papel que juega en las votaciones, en la formación de coaliciones, en las preferencias de grupo y, en general, en las negociaciones y en la resolución de conflictos.

La teoría de juegos, también para su aplicación en política, se basa en tres condiciones principales: racionalidad, maximización del interés e interdependencia. No obstante, y a la vista de la realidad en la que vivimos, y de muchas de las decisiones políticas que nos afectan, bien nos vendría que efectivamente se aplicasen estas mates por parte de quienes nos gobiernan.

En cuanto al asunto de lo razonable, tal y como dijo Barack Obama en su toma de posesión, “No podemos confundir absolutismo con principios, o sustituir espectáculo por política, o tratar los insultos como un debate razonable. Tenemos que actuar, sabiendo que nuestro trabajo será imperfecto”.The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

El racismo es absurdo porque todos somos emigrantes afrodescendientes

La indignación por una serie de muertes de estadounidenses negros a manos de la policía ha reabierto el debate sobre el racismo. Un sinsentido desde el punto de vista estrictamente científico.

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Agosto de 2020 en Kenosha (Wisconsin). Un policía blanco le pega siete tiros por la espalda y a quemarropa a Jacob Blake, un joven afroamericano de 29 años, con tres de sus hijos como testigos. Han pasado solo tres meses desde que otro afroamericano, George Floyd, falleciera intentando respirar mientras un policía de Mineápolis le ponía su rodilla en el cuello. Dos casos de fuerza injustificada que no dejan indiferente a muchos estadounidenses, cansados de la impunidad con la que actúan las fuerzas del orden. Incluso los jugadores de la NBA plantearon cancelar la temporada.

Evolutivamente, todos somos africanos y emigrantes

Frente al racismo, el mejor arma es la biología. Porque siendo rigurosos, podemos decir que, evolutivamente, todos somos africanos y emigrantes de la especie Homo sapiens. Quedamos así clasificados, algo que nos encanta. Como seres sociales, nos sentimos bien si formamos parte de un grupo en el que encajamos, sea cual fuere. Veneramos a nuestros ancestros y, de modo general, heredamos, buscamos o creamos un cierto arraigo familiar, social, cultural, político o geográfico con el que nos identificamos. Incluso nos identifica el no querer sentirnos identificados.

La categoría biológica básica es el taxón especie. Si recurrimos a esta clasificación unitaria como grupo al que pertenecemos, los análisis genómicos indican que nuestra especie, tan moderna y compleja como ella sola, se originó en África hace unos 200 000 años.

Más aún, se apunta a la primera aparición de nuestros ancestros en una zona muy concreta del continente, al sur del río Zambeze, desde la que sus descendientes comenzaron a emigrar hacia Europa y Asia hace unos 70 000 años. O sea, que todos los humanos modernos procedemos de África y de antepasados emigrantes.

Menos diferencias entre personas de distintas “razas” que individuos de la misma

La noción de raza depende de diferencias culturales, generalmente asociadas a ámbitos geográficos concretos y, sí, es un constructo social. Los humanos, sea donde fuere que nos desplacemos e instalemos, nos relacionamos y mostramos una alta actividad sexual, lo cual hace que se pueda detectar menos variabilidad genética entre individuos de las diferentes, y clásicamente denominadas, “razas” que entre individuos que puedan asociarse a una de ellas en concreto.

La genética también nos indica que los humanos estamos mucho más estrechamente relacionados entre nosotros de lo que lo están los chimpancés entre ellos. Y eso pese a que la población de humanos supera con creces a la de chimpancés y abarca un ámbito geográfico mucho más amplio.

Cabe destacar el hecho de que puede encontrarse más variabilidad genética entre dos tribus cercanas en África que entre individuos europeos, asiáticos y maorís, por indicar un ejemplo. Es decir, que la variación encontrada en África excede con creces la detectada entre personas de los demás continentes.

En definitiva, podemos decir que la biología molecular nos indica que las poblaciones humanas no han evolucionado independientemente, sino que han mantenido una conexión muy estrecha a través de un extenso flujo genético. Además, las evidencias actuales están en contra de que el desarrollo del comportamiento humano, en los últimos 50 000 años, se base en una mutación o en unas pocas mutaciones.

La genética y el aspecto externo

Tal y como los especialistas indican, las categorías raciales que históricamente se tratan como naturales, con las nociones de superioridad o inferioridad que conllevan, no tienen cabida en biología.

La siguiente figura muestra una interesante comparación entre el genoma de tres destacados científicos, los europeos Craig Venter y James Watson, y el coreano Seong-Jin Kim. Como puede observarse, cada científico de origen europeo comparte más SNPs (similitudes en su secuencia de ADN) con el coreano que entre ellos cuando, por su aspecto físico externo, se podría esperar que fuese al contrario.

Diagrama de las coincidencias genéticas entre James Watson, Craig Venter y Seong-Jin Kim.
ArtifexMayhem / Wikimedia commons, CC BY

Cuando se analizaron con más detalle los genomas de Venter y Watson, se detectó que el Dr. Venter es portador de dos copias funcionales (alelos) de un gen encargado de metabolizar determinados fármacos, lo que se denomina ser un metabolizador extensivo (normal). Sin embargo, el Dr. Watson presenta una variedad alélica en este gen que hace que su organismo metabolice más lentamente las mismos fármacos, variedad común en individuos del este asiático y no tanto en europeos.

Las implicaciones y conclusiones de esos estudios son directas: tampoco en medicina se pueden tomar decisiones teniendo en cuenta el aspecto físico del paciente. Para llevar a cabo una medicina personalizada, la comunidad científica debe dejar atrás procedimientos simplistas basados en la raza, y centrarse en los factores genéticos y ambientales que puedan realmente afectar al metabolismo de los fármacos en cada paciente.

La genética del color de la piel

Cuando hablamos de razas, solemos pensar en el color de la piel y el aspecto externo. No tenemos en cuenta que, en realidad, esas diferencias visibles son fruto de adaptaciones al medio, como la exposición al sol, equivalentes a quienes se han adaptado a vivir en altitud (con menor cantidad de oxígeno en el aire).

Por lo tanto, es un error garrafal asociar el comportamiento con el color de la piel. Como también lo es asociar el color de la piel con la raza, ya que solo en poblaciones africanas se han detectado ocho variantes genéticas que influyen poderosamente en la pigmentación de la piel, algunas haciendo que sea más oscura y otras más clara, con una enorme variación dentro de la propia población africana.

Estos genes están ampliamente compartidos por el mundo y uno de ellos es responsable de la piel clara. No sólo en los europeos, sino también en tribus cazadoras-recolectoras de Bostwana, variante genética que ya estaba presente en nuestros ancestros más lejanos, incluso antes de la aparición de Homo sapiens.

Al final, como dice la profesora Audrey Smedley, parece que la raza no es más “que una forma sistemática culturalmente estructurada de mirar, percibir e interpretar la realidad”.

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Por qué este verano necesitábamos desconectar más que nunca

The ConversationPara poder tomar decisiones, planificar y vivir sin estrés necesitamos activar de cuando en cuando las “neuronas de no hacer nada”, esto es, la red neuronal por defecto o red de reposo.

Shutterstock / Pablo Adrada

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Tómate un respiro, deja de pensar, y acertarás. Nuestro cerebro funciona mejor si desconectamos más allá de las horas de sueño.

No cabe duda de que nos encontramos en una situación difícil. La COVID-19 ha estado meses aumentando el grado de estrés en nuestro día a día. Y parece que va para largo. Nos cuesta mucho tomar casi cualquier decisión, cuando la tomamos dudamos si hemos acertado, observamos con recelo el comportamiento de los vecinos, las consultas con la almohada se hacen eternas. Encima, cuando por fin conseguimos dormir algo (¡qué alivio!), al despertar, la cabeza sigue dando vueltas.

Cada día salimos de casa vestidos de etiqueta respiratoria e intentamos ser responsables y solidarios, pero vivimos en la incertidumbre, estamos agotados y, a veces, nos encantaría mandarlo todo a paseo. Por eso la frase “Necesito, más que nunca, unas vacaciones” se ha repetido tanto en las últimas semanas.

El estrés daña a nuestro cerebro

Cuando nos sentimos amenazados, el cuerpo responde con una señal de alerta que activa la producción de diferentes moléculas, entre las que se encuentran la conocida adrenalina y, cómo no, el cortisol, la principal hormona del estrés. Así nos preparamos para la defensa y la huida. Cuando la amenaza desaparece, los niveles regresan a la normalidad.

Pero el ritmo de vida de este siglo XXI nos trae de cabeza –nunca mejor dicho–, y las situaciones estresantes están a la orden del día, especialmente la COVID-19. Y, con ello, la hormona del estrés campa a sus anchas y nos vuelve depresivos, aumenta la ansiedad, nos trastorna la tripa y hasta nos hace engordar. Más aún, los niveles elevados de cortisol dañan el hipocampo, la zona del cerebro relacionada con el aprendizaje y la memoria. O sea, que mejor hacemos por encontrar momentos de desconexión, con prudencia y buen quehacer, o nos van a quedar secuelas cuando podamos pasar la página de la pandemia.

El secreto está en entrenar el no pensar

Realizar tareas mentales conlleva la activación de redes complejas que implican a estructuras nerviosas muy diversas. Del mismo modo que hacemos sudokus u otros ejercicios para mantener en forma y activos los circuitos asociados a estos procesos, hemos de entrenar, con más hincapié si cabe, la “red cerebral de no hacer nada”.

Sí, han leído bien: existe una red denominada red neuronal por defecto (default mode network), o red de reposo, que podría considerarse como la red principal y más importante para el funcionamiento del cerebro. De hecho, pese a su nombre, es la que más energía consume de todas las redes cerebrales: necesita el 20% de nuestra energía diaria cuando estamos en reposo y solamente un 5% más cuando nos activamos. Y, aunque suene paradójico, este circuito es el responsable de planificar, razonar, tomar decisiones, e incluso de juzgar, y trabaja de un modo más creativo cuando estamos descansando y no cuando ponemos todo nuestro esfuerzo en resolver el problema. De modo general, el buen funcionamiento de todas las demás redes cerebrales pasa por ella y se basa en su inhibición y activación.

¿Y cómo entrenamos y mantenemos sana la “red de no hacer nada”? Pues por ejemplo, durmiendo la siesta. O dejando divagar nuestra mente para inspirarnos, así como distraídos, sin reflexión intencionada. E incluso dejando que la atención gire y yerre por nuestro interior, de un modo abstraído y relajado. Y si lo hacemos mientras paseamos, o practicando algún ejercicio físico suave, mejor que mejor. Todo ello, sin duda, contribuye a que seamos más creativos, y se ha definido como un descanso cognitivo inteligente.

Insistimos: desconecta de la tecnología

Llevamos nuestro teléfono móvil a todos lados. Nos hemos hecho muy dependientes de estos nuevos chismes, a los que llamamos inteligentes, y les prestamos demasiada atención. Que levante la mano quien nunca haya estado respondiendo mensajes durante una reunión de trabajo o, más aún, quien crea que seguía con detalle lo que se exponía cuando al mismo tiempo estaba tecleando.

Pues bien, se ha demostrado que el cerebro no está preparado para procesar varias tareas al mismo tiempo. El ser multitarea aumenta la fatiga del lóbulo frontal de nuestro órgano pensante lo cual, a su vez, nos hace menos eficientes y acaba empeorando el resultado.

Y escucha música

Es innegable que la música despierta emociones y produce placer. Podemos escuchar música de un modo activo y crítico, prestando atención y evaluando la interpretación. Pero también hemos sentido cómo la música nos lleva a un estado interno de abstracción que puede, o no, tener relación con la melodía escuchada.

En este sentido, se ha detectado que es posible trazar la red de conectividad de las estructuras nerviosas implicadas, entre las que se encuentran el sistema auditivo –obviamente–, el sistema de recompensa cerebral –que nos genera placer– y, lo más interesante, la red neuronal por defecto implicada en la mente errante y la divagación. Así que podemos “enviar de vacaciones” de vez en cuando a nuestro cerebro escuchando música, a ese bonito y creativo punto de encuentro entre el placer y la desconexión.

Como decía Anatole France: “Me gusta divagar; no hay cosa más agradable y más útil”.

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Ser borde es contrario a la evolución

Todo apunta a que el ‘Homo sapiens’ ha experimentado un proceso de autodomesticación que le convierte en un ser de lo más sociable.

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Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

¿Es usted amigable, fraternal, trata con cariño y le encanta hacer el amor? ¿O es una persona cuya agresividad le aleja de cualquier grupo?

Así es como se estructura la sociabilidad, en dos categorías: los comportamientos que hacen que los animales de una misma especie se atraigan, o aquellos que llevan al aislamiento de los individuos. Y, quién lo diría, todo apunta a que Homo sapiens ha evolucionado hacia la primera categoría a través de un proceso de autodomesticación, aun con lamentables excepciones que mejor ni mencionamos.

Afortunadamente, la amabilidad sobrevive. Se lo debemos a que la selección natural ha favorecido la evolución de nuestra especie como seres grupales y prosociales. Y está claro que, cuando nos comparamos con otros primates, las habilidades de cooperación y comunicación que nos caracterizan han sido –y son– claves para nuestro desarrollo cognitivo como especie. Dicho de otra manera, han sido responsables de que, hoy por hoy, pensemos, razonemos, sintamos y nos expresemos como lo hacemos.

Sufrimos el síndrome de la domesticación

Si nos comparamos con los animales domesticados y los salvajes, nos parecemos más a los primeros que a los segundos. La domesticación, tal y como normalmente la entendemos, conlleva la selección de individuos dóciles. Pero si nos fijamos con detalle, observamos que este proceso no solo afecta al comportamiento propiciando la mansedumbre sino que, además, tiene como resultado la aparición de características que también afectan al cuerpo. Entre ellas las orejas caídas, la nariz más corta, una maduración sexual temprana, la prolongación del aspecto juvenil en los adultos y un menor dimorfismo sexual (diferencia externa entre machos y hembras). Incluso la reducción del tamaño del cráneo, la mandíbula y los dientes.

Todo ello, junto a cambios en los niveles de diferentes hormonas y neurotransmisores, es lo que se denomina el síndrome de domesticación. Estas características, aunque no se detectan en todos los animales domesticados, sí que guardan una cierta relación con este proceso.

Como no podría ser de otro modo, debe existir alguna base biológica que nos explique, o al menos nos ayude a entender, la ocurrencia común de esos aspectos relacionados con la domesticación. Y así es. Se ha detectado que, durante el desarrollo del embrión de animales domesticados, disminuye la función de una estructura denominada cresta neural. Las células de la cresta neural son un tipo de células madre que, entre otras funciones, se encargan de la formación de parte del cráneo, de precursores de dientes, de ganglios nerviosos y de ciertas glándulas que, por su función, se asocian al síndrome de domesticación.

De hecho, si nos comparamos con otros homínidos más próximos a nuestra especie, como los neandertales, las diferencias son notables. Nuestro cráneo y dientes son más pequeños, la estructura craneal de un joven es similar a la de un adulto, hay un menor dimorfismo sexual, y parece que somos menos agresivos. O sea, que nos hemos domesticado.

La baja y la alta sociabilidad van en nuestros genes

Llegados a este punto, podemos considerar que el comportamiento social es una habilidad clave que nos diferencia de otras especies. Y si nos planteamos descifrar sus bases biológicas, qué mejor que hacerlo estudiando qué hay de diferente en las alteraciones y enfermedades relacionadas con la sociabilidad. Por ejemplo, los trastornos del espectro autista (TEA) y el síndrome de Williams, en los que se muestra una baja y alta sociabilidad, respectivamente.

Las personas que presentan TEA suelen manifestar comportamientos repetitivos, alteraciones en el lenguaje y les cuesta relacionarse socialmente. Aunque se han asociado al TEA alteraciones en cientos de genes, aún no se ha encontrado una causa genética común en todas estas personas. Eso sí, debe de existir una base genética, pues hasta en el 96% de los gemelos idénticos si uno de ellos sufre el trastorno, el otro también, si bien los síntomas puedan ser algo diferentes.

Entre las diferencias neurobiológicas encontradas en el TEA se han detectado alteraciones en el volumen de casi todas las zonas del cerebro, con mayor o menor tamaño según la región cerebral y la persona. También se ha descrito una disminución en el número y tamaño de las neuronas, y alteraciones de las conexiones entre ellas. Cabe destacar que en algunos pacientes se ha observado un aumento en el crecimiento acelerado del cerebro durante el primer año de vida.

Los niveles de diferentes neurotransmisores también se ven afectados en el TEA. Principalmente aquellos que producen un desequilibrio entre la excitación y la inhibición de las neuronas, siendo las principales causas la mutación de genes o los desórdenes metabólicos. Un neurotransmisor –y hormona–, que está tomando cierta relevancia en la regulación de la sociabilidad y del comportamiento agresivo en TEA y en otras alteraciones neuropsiquiátricas, es la oxitocina.

En el otro extremo de la sociabilidad nos encontramos a las personas con el síndrome de Williams. En este caso la base genética está bien establecida, ya que les falta un trocito del cromosoma 7 y se pierden unos treinta genes. Esos genes se asocian, precisamente, a la domesticación y al desarrollo de la cresta neural. Y lo más interesante: estas personas son hipersociables, sin miedo a los extraños y muy amigables, a veces demasiado. Aun considerándose un trastorno con retraso mental, quienes padecen este síndrome suelen mostrar habilidades musicales excelentes.

Puesto que, como indicábamos antes, la amabilidad sobrevive gracias a la evolución, hagamos caso a la escritora Raquel J. Palacio: “Yo siempre digo que es mejor pecar de amabilidad. Ese es el secreto. Si no sabes qué hacer, pues sé amable.”The Conversation

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

El cerebro que nos hace humanos (y diferentes)

Nuestra masa cerebral es seis veces mayor que la media de los mamíferos. El tamaño relativo sí importa.

Shutterstock / JuliusKielaitis

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

Henchidos de orgullo, solemos presumir de considerarnos la especie más inteligente de nuestro planeta. Y quién sabe si del universo. Quizás sea porque el cerebro humano presenta, como sustrato de la inteligencia y desde un punto de vista evolutivo, características muy particulares, más allá de las que le corresponden por la constitución física que nos representa.

El tamaño (relativo) sí importa

Curiosamente –o no– el tamaño del cerebro humano (1,5 kilogramos) es mayor de lo esperado para nuestra especie. Sobre todo lo es su tamaño relativo, que es como se denomina a la relación entre el peso del cerebro y el peso total del organismo, y que se mide con el cociente de encefalización. Entre los mamíferos el valor EQ promedio es de uno, con un rango que va desde 6,6 para humanos a 0,3 para la ballena azul. Es decir, nuestra masa cerebral es seis veces mayor que la de la media de los mamíferos.

Además, se sabe que el tamaño absoluto del cerebro ayuda a predecir la habilidad mental de los primates no humanos, desde los prosimios a los grandes simios. Y también así se ha evolucionado desde el pequeño cerebro de los primeros homínidos que caminaron erguidos –los australopitecos, como la famosa Lucy– hasta nuestra especie, con un cerebro más grande que el de cualquier homínido extinto.

El cerebro humano es tres veces más grande que el del chimpancé, el primate no extinto más cercano a nosotros. Shutterstock / LizBridgesTravel

Con todo y con eso, el tamaño absoluto del cerebro no es el mejor indicador de las habilidades del resto de especies. Basta con pensar en una ballena o en un elefante, en los que el cerebro pesa unos 8 y 5 kilogramos, respectivamente. Y no por ello son animales más listos que un pulpo o un cuervo.

El secreto está en las conexiones

Cuando nos fijamos con más detalle en el desarrollo del cerebro, observamos que las diferencias van mucho más allá del tamaño. Sobre todo llama la atención su tremenda plasticidad neural, es decir, la capacidad del cerebro para adaptarse y remodelarse en respuesta tanto a cambios internos –la experiencia o el daño cerebral– como externos –el ambiente–.

Otro factor a tener muy presente es que el cerebro humano necesita un tiempo “extra”. No solo para crecer y alcanzar su tamaño final sino también para formar suficientes conexiones y alcanzar una alta velocidad de comunicación entre las neuronas.

Partimos de una cierta desventaja porque, durante la gestación, el cerebro humano crece más despacio que el de otros primates. Esto se debe a que en los homínidos, al andar erguidos, el canal del parto evolucionó para ser más estrecho, limitando así el tamaño en el nacimiento. Al nacer, el cerebro de los recién nacidos de nuestra especie es cuatro veces más pequeño que en el adulto, mientras que en los chimpancés bebés es tres veces menos, y en los gorilas neonatos llega hasta la mitad de su tamaño final.

Esto implica que cuando más crece el cerebro humano es después de nacer, lo que explica la vulnerabilidad y los múltiples cuidados que necesitan los bebés. El lado positivo del asunto es que la exposición del cerebro infantil a todo tipo de factores externos, sociales y ambientales, dispara las conexiones nerviosas. De hecho, en el primer año de vida tienen lugar procesos de plasticidad neural claves para el desarrollo, como el prestar atención o el balbuceo de las primeras palabras. Mucho más ricos de lo que serían en el vientre materno.

De ahí que vivir durante tantos años siendo dependientes de nuestros progenitores se considere una ventaja.

Lo que nos dice el genoma

Aún siendo obvias las diferencias aparentes entre chimpancés y humanos, ambas especies comparten casi el 99% de sus genes. Ahora bien, las sutiles variaciones incluidas en el 1% restante bastan para explicar el enorme salto evolutivo entre ambas.

Por citar algún ejemplo, los humanos tenemos cuatro copias del gen SRGAP2, mientras que otros primates sólo tienen una. Las duplicaciones específicas surgieron después de nuestra divergencia evolutiva de los chimpancés, más allá de los siete millones de años. Se ha demostrado que este gen hace más lento el desplazamiento y la ramificación de las neuronas durante el desarrollo del cerebro, y nos humaniza al permitir que se formen más conexiones y que estas dispongan de más tiempo para madurar.

Otro gen que nos hace humanos es el FOXP2. La ciencia nos dice que, en nuestra especie, los cambios específicos que encontramos en él están implicados en el desarrollo y la función de los circuitos cerebrales encargados del lenguaje y en la vocalización.

Por último, cabe destacar la importancia del estudio de la microcefalia, una alteración con base genética que hace que el tamaño de la cabeza y del cerebro estén por debajo de lo normal. Se ha detectado que aquellos genes que cuando mutan producen microcefalia han sufrido una selección positiva en la evolución, selección a su vez relacionada con el tamaño actual en humanos.

Como decía el insigne Santiago Ramón y Cajal, “mientras el cerebro sea un misterio, el universo continuará siendo un misterio.”

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Los genes de la fertilidad

The ConversationEl 4 de junio se celebra el Día Mundial de la Fertilidad. Una de cada tres mujeres europeas lleva en su ADN un gen procedente de los neandertales que aumenta su capacidad reproductiva.

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Ekaterina Shamrai / Shutterstock

Francisco José Esteban Ruiz, Universidad de Jaén

¿Quién no recuerda la retahíla que soltábamos en clase de Ciencias Naturales para definir a los seres vivos? Son aquellos que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Breve pero reveladora.

La capacidad para reproducirse es, por tanto, inherente a todo ser vivo. En nuestra especie, la reproducción comienza con la concepción, que es el momento en el que los gametos, un óvulo y un espermatozoide, cada uno con 23 cromosomas, se unen. La fusión de estos dos gametos da lugar al cigoto, una célula con 46 cromosomas que porta información genética de sus progenitores y que, por divisiones sucesivas, generará el embrión. Si el embrión implanta en el útero decimos que hay embarazo y, a partir de este momento, se lleva a cabo la gestación. Un periodo casi mágico a cuyo fin, si todo va bien, nacerá un bebé sano.

Dada la complejidad molecular subyacente a que se produzca un embarazo, y las posibles complicaciones que pueden surgir durante la gestación, podríamos decir que el nacimiento de un bebé sano es poco más que un milagro. De cada 100 óvulos fecundados, unos 70 implantan en el útero, 55 dan lugar a bebés nacidos y sólo 48 de ellos (menos de la mitad) llegan a término como bebés sanos.

Una especie con bajo potencial reproductivo

Aunque pudiese parecer lo contrario, el potencial reproductivo de nuestra especie es bajo. Según la Sociedad Española de Fertilidad, sólo el 30% de las parejas con menos de treinta años consigue un embarazo en un mes, un 60% a los seis meses, el 80% en un año y un 90% en un año y medio.

Por eso los expertos proponen que el estudio de una posible pareja estéril –o sólo infértil– se inicie tras un año de relaciones sexuales sin protección. Conviene aclarar que se considera esterilidad si se ha perdido la capacidad de fecundación. Y hablamos de infertilidad si, aun produciéndose la fecundación, no se consigue que el embarazo llegue a término. De un modo u otro, aproximadamente entre el 15 y el 17 por ciento de las parejas no consiguen tener hijos.

Las causas de la infertilidad suelen ser de origen materno en un 30% de los casos, paterno en el 35%, de ambos en un 20% y el resto de origen desconocido. Entre los factores por los que una mujer podría no ser fértil se encuentran la edad, el ejercicio excesivo, la grasa corporal, la endometriosis, los trastornos hormonales y ovulatorios, o las alteraciones anatómicas del aparato reproductor.

En los hombres es frecuente que se deba al abuso del tabaco, el alcohol, las drogas y los anabolizantes, así como también la desregulación hormonal o las anomalías en su aparato reproductor, por citar algunas posibles causas. La influencia de los contaminantes ambientales también es importante.

Las causas que influyen en la infertilidad pueden ser diagnosticadas hasta en el 90% de los casos, y en un 60% de los mismos existe un tratamiento adecuado.

Más fértiles con genes neandertales

Como no podía ser de otro modo, la genética juega un papel importante en los niveles de fertilidad, aunque muchas de las posibles alteraciones subyacentes aún son desconocidas. De las que se conocen, se ha detectado que pueden ser debidas, tanto en mujeres como en hombres, a anormalidades estructurales en los cromosomas, a mutaciones en genes concretos –cambios en las letras, el texto, del ADN– o a modificaciones epigenéticas –es decir, cambios en la lectura del ADN–.

El avance en el conocimiento de las bases moleculares y genéticas de los procesos fisiológicos normales, así como de sus alteraciones en las enfermedades, ha ido de la mano del desarrollo de las modernas tecnologías de análisis masivo denominadas ómicas. En el caso de la reproducción, hablamos de reproductómica.

Estas técnicas nos han permitido conocer los genes que, de un modo u otro, están implicados en diferentes procesos del embarazo y, con ello, desarrollar herramientas diagnósticas de uso habitual en clínicas de reproducción asistida. Por ejemplo, investigadores españoles han desarrollado los denominados “Endometrial Receptivity Array” y el “ER Map/ER Grade”, en los que el estudio de la expresión de 134 y 40 genes, respectivamente son suficientes para detectar si un endometrio se encuentra en el estado adecuado para recibir al embrión y que éste se implante en el útero.

Desde el punto de vista evolutivo, un estudio reciente apunta a una mayor capacidad reproductiva en las mujeres que presentan una variedad de un gen que procede de los neandertales. Se trata del receptor de la progesterona, hormona clave para el proceso de implantación del embrión en el útero. Una de cada tres mujeres europeas expresan esta variedad del gen. Esa alta frecuencia de aparición en la población actual puede ser explicada por el propio efecto que ejerce como promotor de la fertilidad.

http://apps.cytoscape.org/apps/genemania
Red de interacción molecular de los genes de la fertilidad implicados en el comportamiento reproductivo humano. Imagen generada por FJ Esteban con GeneMANIA.

Por último, el comportamiento reproductivo humano, en relación tanto con la edad de los padres cuando tienen su primer bebé como con el número de hijos nacidos, también presenta una base genética. En este sentido, se han identificado dieciséis regiones cromosómicas independientes con genes (representados en la anterior figura) que, directa o indirectamente, están implicados en procesos subyacentes a las reproducción humana. Por ejemplo el gen CTEB3L4, relacionado con el desarrollo de la línea germinal masculina, y el GATAD2B, cuya expresión se ha detectado alterada en diferentes procesos ginecológicos que causan dolor pélvico e infertilidad.

Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Tipos de gemelos: monocigóticos, dicigóticos y sesquicigóticos

“La formación y el desarrollo de un embrión, hasta el nacimiento, es sin lugar a dudas uno de los procesos más complejos y fascinantes en biología. Al fin y al cabo, conforman la base de la propia vida como individuo.”

Reproducida con permiso de Pronacera Therapeutics S.L. (Sevilla)

Así comienza la entrada al artículo de divulgación que hemos publicado en “The Conversation”. Brevemente:

  • En tres de cada mil embarazos y durante las primeras fases del desarrollo, el embrión se escinde en dos y se gestan los denominados gemelos monocigóticos. Dado que comparten el 100% del material genético se les considera idénticos. Por eso siempre son del mismo sexo y casi indistinguibles uno de otro en su aspecto físico.
  • Otras veces, con una frecuencia aproximada de uno de cada cien partos por fecundación natural, dos óvulos diferentes son fecundados por dos espermatozoides distintos, y se gestan los denominados gemelos dicigóticos, a los que también llamamos mellizos. Estos hermanos, aunque nacen en el mismo parto, comparten su genoma en aproximadamente un 50%, tal y como lo harían con cualesquiera otros hermanos nacidos de los mismos progenitores en diferentes partos. Así pues, parte de su genoma coincide, al proceder de la misma madre y padre biológicos, y parte difiere por la separación y recombinación de los cromosomas en la meiosis antes comentada. Y como dos hermanos cualesquiera, los mellizos pueden ser de distinto sexo.
  • Lo que sí es una rareza en toda regla es que un único óvulo sea fecundado por dos espermatozoides diferentes a la vez. Se conocen solo dos casos en todo el mundo, y el resultado son los denominados gemelos sesquizigóticos. Este tercer tipo de gemelos comparten un 100% del genoma materno y entre el 50 y el 100% del genoma paterno. O sea, que no son ni gemelos idénticos ni mellizos, pero en cierto modo son más gemelos que mellizos.

El artículo completo en: “¿Cuántos tipos de gemelos existen? No son solo dos“.

El enlace a la imagen en: Pronacera Therapeutics S.L. (Sevilla)

Compartiendo ciencia y docencia

Me gusta ser profe. Y también me gusta hacer ciencia. Ciencia y docencia. Nuestras investigaciones se centran en el estudio de enfermedades y trastornos complejos mediante el uso de técnicas computacionales y el análisis masivo de datos, con el fin de avanzar en el conocimiento de cómo funcionan los sistemas biológicos.

Como docente tengo la suerte de compartir conocimientos con estudiantes de diferentes grados y máster. A veces incluso con familiares, amigos y conocidos cuyas preguntas sobrepasan mi capacidad de respuesta, lo cual, lejos de incomodarme, me lleva a estudiar más y a disfrutar aprendiendo.

Sirva este blog, si es que de algo pudiera servir, para compartir qué hacemos en nuestro laboratorio o pegados al ordenador a punto de electrocución, y qué avances o curiosidades nos parecen interesantes o contamos en nuestras clases, hablando en plural mayestático como lo hacía mi admirado Santiago Ramón y Cajal.